Letra fría | Otra aventura más 2

Pero lo mejor del viaje fue La Chiva

Retomando las historias de mi último viaje, interrumpidas por la muerte de nuestro querido Aquiles Báez, no conté que en Maracaibo me recibió mi hermano Pedro –que de cuñado se pasó a hermano mío– con su esposa Sulema y sus hijas Anna y Adriana, magas andantes del sentimiento filial.

No iba al terruño desde hace varios años, baste con decir que para entonces las muchachas estudiaban bachillerato en el San Vicente de Paúl, y hoy son flamantes profesionales universitarias. Conociendo mi afición a la cocina, Pedro me puso todos los juguetes para preparar un muchacho tierno a la maracucha con cerveza morena, más tertulia familiar y dale que nací pa ser feliz.

Volviendo a Taboga, después del atracón de sushi, estuvimos esa noche en el restaurant Andrés Carne de Res, el Citadino, y me llevé el lomito que pedí, porque me embasuré con unos chicharrones, y terminó convertido en sánguche el domingo para mi hijo Vicente, que había llegado el jueves, por sorpresa, desde Madrid. Me dio mucha risa que Vicente no estaba muy convencido de mi sempiterna manía de salir con cajitas de los restaurantes con los sobrados, cuando me dijo: “¡Papá, qué sándwich tan sabroso! ¿De dónde sacaste el lomito?”. Ja, ja, ja.

El jueves creo que fue el mejor día. El Museo del Oro que visité tantas veces cuando viví en Bogotá y a pesar del guía turístico santanderista que tuve que atajar, por hablar mal de Bolívar y Manuelita, lo que me hizo ganar dos pellizcos torcidos de mi hija Ligeia, ja, ja, ja. Luego almuerzo en El Portal de la Candelaria, adonde llegó Vicente de sorpresa, regia comida también. Pero lo mejor del viaje fue La Chiva, una buseta adaptada para rumbear, que a mitad de camino recogió un grupo vallenato. Así que se soltaron los caballos otra vez, mi “exposa” Dilcia se robó el show, la abuela glamorosa se clavó cinco guaros (aguardiente antioqueño) y bailó hasta en el tubo, ja, ja, ja.

El fin de fiesta fue en el restaurante Demente, donde junto con mi nieto Matías, socio culinario del viaje, hicimos la investigación de campo en la cocina, y nos armamos con una rodilla divina y una “rolo” de costilla exquisita que parecía un tomahawk, al que se comió el novio (ya señor Carlos Gabriel) la última noche en el restaurant Andrés Carne de Res, en Chía, el original.

¡Esta historia continuará con la boda! ¡Si no se nos muere otro pana en el camino!

 

Humberto Márquez

 


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