Micromentarios | El fantasma de mi padre

Como me asustó verlo envuelto en esa especie de sudario rojo, comencé a gritar

Me he topado con varios fantasmas en mi vida. No ha sido por sugestión o mucha imaginación, como han señalado algunas de las personas a quienes he referido tales experiencias. Fueron episodios en los cuales hubo otros testigos.

El primer fantasma con el que topé fue el de mi padre, en una fecha precisa: la del primer aniversario de su muerte, el 1 de noviembre de 1957.

Un año antes había muerto tras diez días de agonía, luego de un accidente automovilístico en el poblado de Santa Rosa, entre Cabudare y Barquisimeto.

Manejaba un auto prestado, un Cadillac negro, cuyo propietario iba a su lado, en el asiento del acompañante, y murió instantáneamente tras estrellarse contra un árbol.

El Cadillac derrapó en la carretera de tierra que en 1956 llevaba de Santa Rosa a Barquisimeto, debido a que mi padre –que era corredor de autos en ralis–, decidió tomar una curva a ciento cincuenta kilómetros por hora.

El 1 de noviembre de 1957, justo al cumplirse el primer aniversario de su fallecimiento, mi madre, mi abuela y mi tía Nora me escucharon llorar con mucho sentimiento y miedo, y se levantaron a ver qué me pasaba.

Yo dormía en una cama de niño, pues tenía cuatro años y medio.

Al ellas encender la luz, desperté y dije estar soñando con un señor que me había venido a ver. El señor, según mi relato –que no recuerdo–, estaba bañado en sangre y pretendía cargarme en sus brazos.

Como me asustó verlo envuelto en esa especie de sudario rojo, comencé a gritar.

Pero lo extraordinario del asunto no era eso, sino que tanto yo como las sábanas que cubrían la cama estábamos manchados de sangre.

Era como si de la pesadilla que tuve lloviznaran no solo gotas, sino goterones sanguinolentos que llevaron a quienes habían acudido a auxiliarme a desvestirme y revisar si yo tenía heridas.

Estaba ileso pero con los brazos y parte del rostro cubiertos de sangre.

Entonces mi madre recordó la fecha y me preguntó cómo era el señor de mi sueño.

Parece que describí a mi padre, con su cabello blanco y una sonrisa triste, y eso la hizo llorar.

A la mañana siguiente, me llevaron al médico cuyo consultorio se hallaba a una cuadra de casa y este, luego de auscultarme, constató que yo había salido indemne de la experiencia.

La anécdota me fue narrada en detalle una década más tarde o poco más, y el único recuerdo que me quedó fue la imagen sangrienta de mi padre tomándome en sus brazos, como nunca pudo hacerlo en vida.


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