La lluvia de días antes había reblandecido la rojiza llanura y aún vibraba el agua en las medialunas que dejara el paso de las caravanas.
El hombre salió al encuentro de la madrugada y se creció en el desperezo. Monologaba, mientras pellizcaba los hilos de heno que se emplumaban en las sandalias. “Mi hijo será hábil carpintero. Me ayudará apenas sea hombrecito y cuando yo falte heredará mi banco y mi pericia en negociar maderas”.
Mañanabuena en el cedral lejano.
Ya en el claror, se confundió el tumulto de los mercaderes, los que iban al sur, los que venían del norte. Y uno de tez cobriza alzó un pellejo de vino y habló de festejar el nacimiento de su hijo, y proclamó: “Mi hijo será cincelador de escudos. Y se llamará Dimas, como a mí me llaman, y no Dimas el mercapieles como me motejan”.
Más allá, entre los fardos, la madre se hizo más amor, más ovillo, y osciló en el anhelo: “Mi hijo será buen marinero. Yo embridaré sus velas”.
Mañanabuena en las dormidas eras.
Y terció un camellero, también en gracia de paternidad, y dijo a sus compañeros de tienda: “Mi hijo será gladiador. En las tardes de circo multitudes aclamarán a Gestas, el jamás vencido, y en su leyenda crecerá mi sangre”.
La madre le oía alardear y murmuró: “Mi hijo será buen alfarero. Yo amasaré su barro”.
(Treinta y tres años después, tres caminos anudarían destinos en Nochemala de Jerusalén).
Todavía se escuchaban las canciones cuando la estrella se escondió en el pozo.
Fin
Oscar Guaramato
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