77 años de Hiroshima y Nagasaki… y sigue la guerra

Clodovaldo Hernández

Terminar una guerra y empezar otra. Tal fue el objetivo de Estados Unidos al lanzar sus dos bombas atómicas contra las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, en agosto de 1945.

Fue ese el espectacular punto final de la Segunda Guerra Mundial y el terrorífico prólogo de la Guerra Fría, que nunca hubiese sido lo que fue –y lo que es– de no producirse esa demostración de poder destructivo que costó la vida de manera instantánea a más de 200 mil personas y a una cantidad similar hasta finales del año 45, por las lesiones y secuelas causadas por la radiación.

Fue con ese acto genocida, perpetrado contra la población civil, como Estados Unidos se erigió como la potencia militar hegemónica después de la Segunda Guerra Mundial, a pesar de que los grandes esfuerzos para derrotar al fascismo habían corrido por cuenta de la Unión Soviética y China, y de que el continente más asolado por el conflicto había sido Europa.

Borrando del mapa a buena parte de esas dos ciudades niponas, Washington le dijo al mundo que era el propietario del arma más letal de la historia y que, por lo tanto, era también el dueño del planeta. Fue un acto militar, político y también de marketing, pues las fotografía de los hongos atómicos marcaron para siempre el inconsciente colectivo global.

Arrojar las bombas en Japón fue la jugada perfecta para Estados Unidos, que acababa de terminar las pruebas del artefacto justo cuando ya la Alemania nazi y la Italia fascista habían sido derrotadas. Solo quedaba el reducto de Japón, pues la camarilla de supremacistas raciales y ultranacionalistas que conformaban su Gobierno se negaba a suscribir la rendición.

En el plano interno, la detonación fue asimilada como un acto de venganza, pues Washington había justificado su incursión en la guerra en 1941, como respuesta al ataque japonés a Pearl Harbor.

¿Hacía falta ese corolario infernal para terminar la guerra? Los expertos estiman que no, pues ya sin apoyo en Europa, la caída de Japón estaba cantada. Estados Unidos resolvió hacerlo como forma de entronizarse en el escenario mundial. Pudo haber dado ese golpe de gracia sin asesinar a tantos inocentes, pero apostó por el modo más espeluznante de  inaugurar una era de miedo.

En los tiempos previos a las detonaciones y durante el medio siglo siguiente, el poderío nuclear se demostró mediante pruebas. Las primeras se realizaron en lugares despoblados de los países constructores de este tipo de armas. Luego se restringieron a espacios subterráneos. Apenas unos días antes de pulverizar a Hiroshima y Nagasaki, Estados Unidos había probado la potencia de sus primeras bombas en Álamo Gordo, en el desierto de Nuevo México.

La decisión de lanzar la bomba sobre Hiroshima la firmó el presidente de Estados Unidos Harry Truman, aunque todo el proceso de creación del arma (el llamado Proyecto Manhattan) había sido dirigido por Franklin Roosevelt, quien falleció antes de que estuviese terminada.

La misión aérea estuvo a cargo del coronel Paul W. Tibbets, en un bombardero B-29, que él bautizó con el nombre de su madre, Enola Gay. A la bomba la llamaron Little Boy (Muchachito). Era un proyectil de 5 toneladas, 4,5 metros de largo y 1,5 metros de diámetro.

El 6 de agosto de 1945, a las 2:45 de la madrugada, el Enola Gay inició su viaje hacia territorio japonés, partiendo de Tinian (archipiélago de las islas Marianas), a unas seis horas del lugar de destino. A las 8:15 de la mañana, desde una altura de 10 mil metros se dejó caer aquel objeto que ocultaba una fuerza explosiva equivalente a más de 20 mil toneladas de dinamita. Se le programó para explotar en el aire, a unos 600 metros de la superficie y así ocurrió transformando a la ciudad en una gran hoguera.

La bomba funcionó con un mecanismo de pistola al hacer chocar dos piezas de uranio 235 para que los núcleos de los átomos experimentaran el proceso de fisión en cadena. Se estima que de los 64 kilos de uranio que contenía, menos de 2% se fisionó. Sin embargo, esa pequeña proporción causó la más bárbara explosión que hubiese podido provocar una sola bomba hasta entonces, y una onda de calor de 4 mil grados centígrados, que vaporizó a miles de personas en un radio de 4,5 kilómetros.

Quienes estaban ubicados más allá del alcance de esa onda, sobrevivieron pero muchos de ellos murieron luego con grandes sufrimientos a causa de graves lesiones y enfermedades provocadas por la radiactividad. Unos 60 mil edificios y casas de la ciudad quedaron demolidos o fueron devorados por incendios que se prolongaron por una semana.

Como este acto apocalíptico no generó la rendición inmediata de Japón, Truman ordenó arrojar la segunda bomba, llamada Fat Man (el Gordo), un dispositivo de plutonio 239 que, según los diseñadores, sería más eficiente que la primera. El plan era lanzarla sobre la ciudad de Kokura, pero estaba cubierta de niebla. Se eligió el objetivo alterno de Nagasaki, matando entre 30 mil y 50 mil  personas instantáneamente. Desde entonces se habla de “la suerte de Kokura” para ilustrar lo que es salvarse por un pelo.

El monopolio de Estados Unidos en materia de armas nucleares duró poco. Ya  para mediados de la década de los 50, la Unión Soviética había probado tener tecnología para artefactos muchas veces más potentes que los lanzados en Japón, tales como la bomba de hidrógeno. Para 1961, presentó al mundo la Bomba del Zar, de la que se dijo que era diez veces más potente que la suma de todas las municiones usadas en la Segunda Guerra Mundial.

77 años después del horror de aquel agosto, el afán de guerra no cesa y, como lo advirtió apenas hace unos días el secretario general de la ONU, António Guterres, “estamos a un error de cálculo de la guerra nuclear”.

Con ese acto genocida, perpetrado contra la población civil, Estados Unidos se erigió como la potencia militar hegemónica después de la Segunda Guerra Mundial


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