Letra fría | Un invierno en Nueva York. Parte V

28/01/2024.- El día a día en el campus de Fairleigh Dickinson University transcurría en esa rutina académica de clases hasta las tres de la tarde, con los exámenes de rigor —de los que salí con buenas notas siempre— y las parranditas con los latinos, que se acabaron el 23 de diciembre cuando se fueron a sus países por el receso de Navidad y Año nuevo. Aquella residencia quedó desolada, salvo por los coreanos y chinos, japoneses, turcos y árabes, con quienes solo compartía en las aulas. Sin embargo, por las nevadas de nueve y diez horas, las clases fueron suspendidas en varias oportunidades. De verdad que hacían falta los carajitos, ya me lo decía Cristian Palmisano cuando me quejaba de sus travesuras: "Ya verás que vas a echar de menos los simulacros de incendio cuando te quedes solo con los chinos. Vas a desear que alguien active las alarmas".

Y así fue, aunque afortunadamente me anoté a una excursión de tres días para recibir el año nuevo en Boston por la módica suma de cien dólares. Salimos a la una de la tarde en un cómodo autobús. Al principio me tocó el asiento para mí solo, pero la dicha duró poco, porque a la media hora pasamos recogiendo a unos estudiantes de Adelphi University y el compañero de viaje resultó ser un ejecutivo de Samsung, una marca que ya comenzaba a conocerse en el mercado. A las cuatro horas llegamos a Boston, cenamos en el Union Oyster House, fundado en 1876, y nos registramos en la 219 del hotel. De roommate me tocó el coreano Chuh Ho June, con quien pude practicar el inglés por esos tres días, y fue un alivio porque llegué a pensar que por lo económico de la excursión serían tres o cuatro estudiantes en literas por habitación. Sin embargo, el hotel resultó bueno, de unas cuatro estrellas, tal vez, aunque un poco alejado del centro de la ciudad.

A todas estas, nos llevaron a Copley Square, en el barrio Back Bay. La idea era esperar el año nuevo y el show de fuegos artificiales. La escena era bucólica, una gringada más: la gente entrando en las iglesias y el resto en la calle con unas trompetitas de lo más folklóricas, otros disfrazados y, de ñapa, el clásico cartel que prohibía beber en público. La escena completa, pues. Ladillado, busqué alternativas y, cuando vi a una cuadra del autobús el hotel Plaza, me dije: "Listo. Par de tragos en la barra de un buen hotel, ¿para qué más?", pero, ni modo, resultó que ese día la entrada era restringida. Me fui al Hard Rock Cafe y la historia fue parecida: había que pagar cuarenta dólares por toda la noche y yo solo necesitaba una hora. Llamé a Dilcia a Caracas y me calé mis fuegos artificiales con un frío arrecho, que solo lo medio calmaba mi carterita de Buchanans 18.

Finalizados los fuegos, la multitud le dio la espalda al río, a la hermosa luna llena, repitiendo: "Happy new year", y nosotros, al autobús para volver al hotel. En los ochenta, tal vez por casualidad, me tocó recibir el año en el baño haciendo pipí (todavía orinaba parado). El cuento fue que ese año siguiente fue muy pródigo en amores, por lo que de allí en adelante seguí con la costumbre de, un minuto antes de las doce, irme para el baño a recibir el cañonazo con las manos en la masa. Pero ese año no hubo un baño cerca y allá rodó la buena racha. Por más que retomé al año siguiente, ya no fue lo mismo. Durante años mantuve la costumbre de beber champaña de la buena, con la creencia de que eso traía mucho dinero, como realmente ocurría. Así que procedí a descorchar la Veuve Clicquot que me había comprado en el duty free y me la bebí con Chuh Ho, el roommate, más John y Linda, chaperones de la excursión. Recuerdo que Linda, una gorda de lo más simpática, me pidió matrimonio cuando vio que la champaña que les brindaba era de verdad. Je, je.

Corolario: Ahora entiendo estas sequías de amores y dinero que me acompañan. ¡No tomé más champaña ni fui al baño a las doce de la noche de los 31 de diciembre! Ja, ja, ja.

 

Humberto Márquez


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