Micromentarios | Siete templos

26/03/2024.- Debió ocurrir el Jueves Santo de 1964. Al despertar, mi abuela dijo sentir un malestar en todo cuerpo y tenía fiebre baja.

Acostumbraba, todos los años en esa fecha, cumplir con la tradición de visitar los siete templos, para rezar en cada uno tres padrenuestros. El recorrido tenía por objeto simular el que hizo Jesús entre el Huerto de Getsemaní y el Calvario. La visita al último templo recordaba la estancia del Mesías en el Santo Sepulcro.

Debido a su indisposición, mi abuela me pidió que visitara yo los siete templos y rezara los veintiún padrenuestros para, entre otras cosas, orar por su salud y la prosperidad de la familia.

Después del desayuno, me trasladé al centro de Caracas. Allí era fácil encontrar las siete iglesias en menos de dos kilómetros cuadrados.

Empecé en Santa Teresa, el templo donde se halla la milagrosa imagen del Nazareno de San Pablo. De allí partí para San Francisco, en la esquina del mismo nombre, frente a la para entonces casi centenaria ceiba. Tenía 99 años.

En tercer lugar, visité el templo de Nuestra Señora de Las Mercedes, cuya historia estaba signada por los terremotos caraqueños: fue destruida totalmente por los sismos de 1641, 1766 y 1812; y parcialmente cuando en 1900 un temblor afectó su estructura.

De Las Mercedes pasé a la iglesia de Altagracia, a tan solo doscientos metros. Luego bajé en dirección a Santa Capilla, en la avenida Urdaneta, continué hasta la Catedral, frente a la plaza Bolívar, y concluí, ocho cuadras al este, en la iglesia de La Candelaria, donde actualmente reposan los restos de José Gregorio Hernández.

En los espacios visitados, el olor a sudor competía con el del incienso y las velas, y el aire era casi irrespirable. En la calle hacía calor, pero, dentro de ellos, la temperatura subía unos grados más.

El volumen de personas en todos era tal que resultaba muy difícil moverse por su interior. Para recorrer cada metro había que ejecutar una especie de danza primitiva: se cedía un paso para dar uno.

Hallar un asiento vacío en los bancos era imposible. En todos había personas mayores rezando o reposando. Algunos estaban acompañados por hijos o nietos.

En Catedral no pude realizar el segundo encargo de mi abuela: encender una vela. Los recipientes de las lucernas estaban colapsados.

En la iglesia de Las Mercedes, y creo que debido a sus dimensiones, no pude ir más allá de los primeros diez metros, contados desde la entrada. Debí recostarme de la pared para rezar los tres padrenuestros y, sin embargo, fui víctima de más de una decena de empujones, codazos y hasta un cabezazo en el pecho. Este me lo propinó una mujer pequeñita, de cabello negro aindiado, que se abría paso a golpes de testuz.

Cuando iba por el segundo padrenuestro, una señora bastante obesa se detuvo a mi lado y me pisó el pie derecho. Apenada porque apenas se podía mover, me pidió disculpas. Me vi forzado a detener mi repetida oración para decirle:

—¡Señora, la perdono, pero bájese de mi pie, por favor!

 

Armando José Sequera


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