Palabras... | Mujeres
Que quien escribió me amó lo suficiente,
quien me amó me extraña, pero es un amor
fugitivo, nunca está quieto y con tantas partidas
nunca da paz. Es un amor que prefiere extrañar
que amar con la integridad del tiempo.
M. T.
28/03/2024.- Acampo bajo este árbol de nombre milenario, donde guerreros han jurado y cumplido. Avisto una casa sencilla con percha donde cuelgan ropa familiar, una batea se desborda espumosa de jabón azul y hay plantas con olor a guarapo en el fogón. Del lado izquierdo, un río que espanta de sed aún evoca vida en la niñez.
Pienso, porque evito hacer algo más. Desvío el insulto al alejarme cuando me oculto en mí mismo. No persigo nada de lo que viene ni de lo que se va, menos indago las razones. He entrado en lo que la senda ha puesto allí, real como lo cierto, o el tal vez, o el posiblemente.
Quizás sean mujeres dóciles y maternas, certeras, inatrapables, generosas, dolidas inclusive. Atorrantes, eróticas e incisivas, honestas y bonitas como las que luchan. Mujeres que siguen ahí, donde algunas me dejaron o las dejé, no exentas de dolor y miedo. Quizás aún allá, en el mercado donde compraban los que podían, o en el centro comercial, cuando traspasábamos ilusionados las vidrieras, escondiendo la mirada, insistiendo en sernos, a pesar de estarnos yendo. Amorosas y familiares a veces, torpes y duras otras, luneras algunas, entendibles antes, complicadas luego con cultura ajena o como somos desde antes. Y casi universales, llevándonos de la mano hasta soltarnos en el abismo del verso.
Conscientes políticamente, de espaldas a las realidades múltiples, irreversibles y personales frente a la injusticia muchas, vivas y cansadas hasta el delirio tantas, pero muriendo por seguir como un impostergable. Mujeres que limitan con la insistencia, capaces de abandonarlo todo hasta buscar lograr hacer del mundo un lugar exacto a la belleza original. He entrado en sus brazos y viceversa, y nos hemos guardado y cobijados como si viniésemos del invierno. O, sumidos, nos hemos dejado.
Caer con brusquedad y sin remordimiento, aparentemente. Allí he estado muchas veces, accidentado en la cara dura del silencio. En esa intraspasable y dudosa frontera de no saber qué hacer, en esas malévolas y dolorosas argumentaciones en defensa del fracaso, cuya desesperación tal vez alcance a ser más valorada como agente de cambio. Todos y todas hacia el idéntico formato: ir al calvario del renombrado amor, ese conflictivo sentimiento creado para el consumo masivo de las emociones. Igual de valioso que el papel moneda o trueque, que usamos para deslastrar el desquicie y que nos envuelva, arrepentidos y tranquilos, en el sistema que lo vende. O para que extinga como medicina el desabrido sabor de la angustia y oculte con objetos la endeudada sensibilidad y la servidumbre de vivir en medio de la pobreza humana de una brutal sociedad.
Las simples y profundas mujeres que he amado y me han amado, tal vez, habrán partido por razones de ellas, de mí, de lo social económico, seguramente, o lo político, o la misma controvertida existencia.
Mujeres que me han conducido al borde de la cima y lo sacrosanto de lo hermoso hasta orillarme a llorar, doblarme de la risa, o espantarme todavía de escalofrío al recordarlas tristes o bellamente. Mujeres excelentes, desoladas, con personalidades propias y singulares, desproporcionadas en el extravío como semejantes parecemos ser. Excelentes por existir y de las cuales en nada me arrepiento y en nada me interesa comparar ni sitiar.
"Gracias" es lo menos que puedo decir, por llegar a mí en medio de la misma oscuridad, habiendo tanta gente en este mundo, por permitir quitarme la solitude al acostarme tibio a un costado de su corazón, donde se oye en paz los tictacs del tiempo recobrado. Ellas, en su deslumbre, pasión y sacrificio, también son verdaderamente el camino, la verdad y la vida.
Carlos Angulo