Micromentarios | Soy un "vago"
02/04/2024.- Quienes nos dedicamos a cualquier manifestación artística somos blanco de críticas malintencionadas sobre nuestro oficio, nuestra persona y la supuesta mala dirección de nuestros esfuerzos.
Si tenemos como objetivo que nuestro trabajo perviva tras nuestra desaparición física, quienes nos amonestan nos tratan de vagos, perezosos, locos y otros adjetivos descalificadores.
He sido tildado de holgazán en múltiples ocasiones. Fui electo presidente de condominio del edificio donde residí en Caracas, antes de mudarme a Valencia, porque, según uno de mis vecinos:
—Usted se la pasa ahí, en su apartamento, sin hacer nada todo el día.
—Yo nunca lo he visto salir a trabajar –agregó otra vecina.
—Como presidente de condominio, le aseguro que nunca se va a aburrir –añadió el anterior encargado del cargo.
El cargo se me pegó en contra de mi voluntad, lo ejercí de la mejor manera durante 23 años y medio. Los demás habitantes del edificio –propietarios e inquilinos– me reeligieron diez veces.
Volviendo al comienzo, de nada han valido mis señalamientos en torno al acto de escribir. Cuando he sido noticia o he aparecido en televisión, muchas personas se preguntan si ese que aparece en la pantalla soy yo, si es un hermano gemelo que tengo escondido o si estoy suplantando a alguien.
—¿El que salió el otro día en una entrevista era usted o alguien que se le parece?
Casi nadie entiende que el trabajo del escritor –y el del artista en general–, tiene que ser callado, paciente, solitario. No es como el del lanzador de cuchillos, que requiere de una ayudante –que cambia tras cada accidente–, un equipo de paramédicos y un tren de abogados penalistas.
Para muchas personas, las labores artísticas son una pérdida de energía y tiempo, hasta que empiezan a producir dinero. Entonces, quienes nos criticaron negativamente durante años y décadas, te alaban y, lo peor, para dárselas de visionarios y visionarias, sostienen la enorme mentira de que siempre creyeron en ti.
A lo largo del tiempo, demasiadas personas, incluso con buenas intenciones, me aconsejaron que dejara la escribidera y dedicara todas mis energías a producir dinero o, en su defecto, a obtener poder. Muchas veces oí decir que esos “cuenticos” que yo hacía –el diminutivo tenía carácter despectivo– estaban bien como hobby, pero no como forma de vida.
En más de una ocasión, se me endilgó el adjetivo vago e incluso el de parásito, aludiendo a que era mi esposa quien sostenía económicamente mi indolencia. Ello fue común hasta que mis libros comenzaron a venderse en los colegios.
Obviamente, nunca acepté consejos contra mi inclinación. Jamás he creído que treinta monedas sean más valiosas que un corazón enamorado o que, puestos a salvar a alguien en un naufragio, debe preferirse a un inversionista antes que a un artista.
Y es que al artista se le recuerda décadas o siglos después de su muerte, en tanto del inversionista si acaso queda una lápida. Tampoco hay estatuas de inversionistas en ningún lugar del mundo.
Armando José Sequera