08/10/2022.- Lo que les voy a contar a continuación me ocurrió hace unos días: una noche, bien tarde, una persona, con quien tenía más de 10 años sin conversar, me abordó por vía digital para convidarme a asistir a un pequeño toque de su banda este sábado en la noche.

Hice varios intentos de ¿cómo estás?, ¿qué es de tu vida?,… a lo que el tipo respondía de maneras extrañísimas: “Creo que si estuviera un poco mejor me muero”, y cosas así. Nada que arrojara realmente datos sobre los cuales encaminar una conversa. Sin embargo, y haciendo caso omiso a mi olfato de mujercita antipática que ha sabido dejar bien atrás a todas esas juntas que no le aportan nada a su existencia, seguí la corriente e intenté romper el hielo, contándole un poco de mi vida actual: “Vivo en los Altos Mirandinos”, “espero poder ir al concierto, pero si es muy tarde probablemente me abstenga porque con estas lluvias no me gustaría andar muy tarde por la Panamericana”, y unas pocas otras frases que podrían darle cuenta de cuánto había cambiado durante estos años en los que la vida nocturna se convirtió, para mí, en el disfrute de la cálida paz de mi hogar.

El hombre parecía no darle importancia ni a mi seguridad, ni a mi bienestar, ni a nada. Fingía demencia, decía cosas tipo: “Seguro comenzamos a las 9, te espero”, y hacía referencias a momentos de juvenil rumbeteo que compartimos en los tiempos de María Castaña, los que recuerdo con cariño, pero sin un ápice de nostalgia. “Bueno, prometo que si veo condiciones para ello, iré”, le dije complacientemente, pasando por alto el tufo a soberbia que desde hacía un ratico percibía en la forma en que me escribía, y tuve la intuición de que si le explicaba el detalle más importante de mi estado actual, podría comprender mi renuencia a estar en la calle tan de noche: “¿Si sabes que estoy gestando, verdad?, estoy a muy, muy pocas semanas de conocer a mi hija”, le dije. Su respuesta fue un raro: “Wow, no sabía. Felicidades y salud para ambas. ¿Cuento contigo, entonces?”, y allí entendí que esa persona no estaba nada interesada en mí como ser humano, como mujer ni como amiga. Esa persona quería que alguien le hiciera bulto en el pedazo de restaurante donde iría a tocar con sus compañeros de banda.

Pero resulta que a veces soy gafa, gafísima, sobre todo cuando la grosería ajena me toma por sorpresa, y aunque mis alarmas sonaban desde hacía rato y me invitaban a mandar al personaje a deglutirse un enorme montículo de caca, continué haciendo caso omiso de la intuición e hice un intento más, cuidando esta vez de dejar claro en mi discurso que no quería salir de noche: “Bueno, si me dan ganas seguro que voy. Si no me ves es porque preferí quedarme en mi casa sobándome la panza. Como verás, ya soy una señora”. A lo que respondió: “Llevas al menos 10 años siéndolo. Por lo visto soy el único de mis amigos que ha madurado sin envejecer”.

Corté la conversación tan rápida y secamente como pude. El desagrado y la certeza de no necesitar ese tipo de encuentros, y mucho menos en este hermoso momento de mi vida, me hicieron entender finalmente que sí, estoy mayor y tengo mis prioridades puestas en mi tranquilidad, en mi familia, en mi hija que ya casi llega, en rodearme de gente generosa, comprensiva, dispuesta a entender que la atención se gana con amor y no con manipulaciones.

El mito de la juventud eterna nos ha hecho demasiado daño, gracias a él tenemos vejestorios de cuarenta años que se aferran a conductas adolescentes, creyendo que estas los hace más chéveres. Mi amiga Tatun Gois me dijo una vez que cumplir años y envejecer debería ser motivo de alegría, y cada vez la entiendo más. Madurar conforme se envejece es otro privilegio enorme, pero lo que mi antiguo amigo no ha descubierto es que madurar es opcional; Envejecer, no. Dedico estas palabras, entonces, a su diminuta alma perdida en el abismo de la eterna y forzada conducta infantil, que encuentre paz, y que se vaya la luz durante su concierto, amén.

Malú Rengifo