Micromentarios | ¿Quién me dice que usted es escritor?
09/04/2024.- En octubre de 2008 fui al Centro Nacional del Libro (Cenal) para entrevistarme con su presidenta. Esperaba recibir apoyo económico para ir a la Feria del Libro de La Habana el próximo febrero.
Como ella se hallaba de viaje, pedí hablar con la persona encargada. Pero dicha persona tampoco estaba, pues acompañaba a la presidenta.
—¿Y quién sustituye a la sustituta? —pregunté.
Me dieron un nombre femenino, antecedido por el título Licenciada. Sé que debí largarme, ya que cuando una persona agrega a su nombre de pila sus logros universitarios, es casi seguro que se trata de un o una burócrata, cuyo desempeño y pensamiento oscila entre la nulidad y la calamidad.
Pedí hablar con ella.
Era una mujer rubia, con un corte y color de cabello idénticos a los de la directora.
Cuando le expuse mi solicitud mostrándole la invitación a La Habana, me contestó con rabia:
—¿Usted cree que el Cenal es un centro de caridad?
Tras superar el asombro, le respondí que uno de los objetivos del Cenal era apoyar a los escritores venezolanos en tales actividades y le informé que ya me habían apoyado, dos años atrás, para viajar a la Feria de Franckfurt.
Con mayor enojo dijo:
—¡Eso fue hace dos años! ¡Ahora las cosas son diferentes!
—¿Cambiaron los estatutos y con ellos los objetivos de la institución? –pregunté.
—¡No, cambiamos las personas y ahora esto no es un mercado libre, en el que cada quien y cada cual hace lo que le da la gana!
—Yo solo pido el apoyo para comprar los boletos de avión. En La Habana cubren todos mis otros gastos: alojamiento, comidas, traslados.
—¿Y quién me dice que usted es escritor?
Aún sin perder la calma, le señalé de nuevo lo evidente: la carta de invitación.
Como argumentó que eso no probaba nada, iba a lanzarle a la cara –de modo oral, claro está– los datos más destacados de mi currículo literario, cuando advertí que a pocos metros, en la pared de vidrio de un cubículo cercano, se hallaba un afiche de la Agencia Literaria que el propio Cenal había creado. Uno de los rostros de los ocho o nueve escritores representados con fotografías era el mío.
Al señalárselo, contestó:
–Eso no prueba nada. Ahí no aparece su nombre.
A partir de ahí me puse irónico. Supongo que los ojos empezaron a darme vueltas y a ponérseme anaranjados como los de los loros.
–Es verdad: yo estoy allí por equivocación y usted parece que está aquí por lo mismo.
Alegó que yo era un grosero y le repliqué que mi grosería no era comparable a la suya, porque la de ella estaba acompañada de una absoluta falta de respeto, un burocratismo galopante, una enorme aversión a la literatura y un combo de ignorancia, mediocridad y estupidez.
Para aumentar su estupor, manifesté que le decía todo eso no para insultarla, sino para ayudarla a establecer su identidad como persona.
Como vi que se había puesto de todos los colores y no hallaba qué responder, me levanté y me fui, no sin antes darle las gracias por hacerme descubrir cuan ingenuo seguía yo siendo.
Armando José Sequera