De comae a comae | Cruces peligrosos
24/04/2024.- Cada vez que coincido en conversaciones con otras mujeres acerca de los miedos que afloran junto a la maternidad, dejo de sentirme una bicha rara.
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A eso de las seis de la mañana es inusual ver por el centro de la ciudad de Caracas a una madre llevando en brazos a una bebé de menos de un año. Es una hora fría, de escasa luz, donde largas avenidas como la Baralt apenas van dejando atrás su cara más sombría.
El miedo se alimenta de la realidad circundante cuando los pasos van al encuentro inesperado, en alguna esquina, de los sin techo que duermen bajo cartones, de los amanecidos de fiesta que todavía están bebiendo o de pescadores de basura hurgando entre desechos. Solo queda abrazar con fuerza a tu chiquita, resguardarla en su fular y cambiar de acera, acelerar el paso o buscar la compañía de otres transeúntes.
Las seis de la mañana es una hora en la cual muchas madres quisieran estar en casa con sus chiquitines. Sin embargo, cuando se trata de cuidar la vida, no hay opciones. Todo riesgo y trasnocho, sumado a la logística previa de preparar una salida, se hacen mínimos comparados con el alivio de lograr la meta: conseguir una cita médica, asistir a una consulta, realizar algún examen o recibir un tratamiento.
Llegar temprano a un hospital de la capital puede convertirse en un calvario para las madres que habitan en las ciudades dormitorio de la gran Caracas. Las que vivimos relativamente cerca de los centros de salud pública o de asistencia gratuita gozamos del privilegio de unas horas más de sueño, sumado a la posibilidad de lograr, con menos sufrimiento, los primeros puestos o números para atender a nuestras guagüitas.
Por un período de dos meses continuos, de lunes a viernes, fui madre de madrugada. Con Yara en brazos anduve a diario seis cuadras contadas desde La Concordia hasta la avenida San Martín, donde tomábamos un bus con dirección a Antímano para asistir a Cania (Centro de Atención Nutricional Infantil de Antímano). Ahí, bajo la modalidad del seminternado, mi bebé era atendida dentro del programa de recuperación nutricional de esa fundación.
Cada día de esas caminatas me hice de valor recurriendo al canto. Lucero de la mañana de Simón Díaz y Tu voz de Celia Cruz, junto a la Sonora Matancera, fueron nuestro cancionero espantamiedos. El fular me permitía abrazar a Yara, darle besitos en su cabecita, ver sus ojitos despiertos observar, invitándome a parar la serenata para describirle lo que había captado su atención.
La mayoría de las veces, al montarnos en el autobús de transporte público, encontrábamos el respaldo de los conductores al dejarme sentar con Yara en brazos en la tapa del motor. También contábamos con la amabilidad de muchas personas que cedían su puesto al considerar a la pequeña pasajera con su madre. Esta etapa del recorrido me hacía sentir protegida, aunque en algunas ocasiones nos trasladáramos en un Encava que viajaba a toda velocidad.
En Cania, de siete de la mañana hasta las tres de la tarde, el tiempo transcurría en seguir las rutinas, aprenderlas y repetirlas. Cada instante requería de atención junto a la acción para lograr restablecer pronto la salud de Yara: el baño, las siestas, la comida, el parque, las actividades lúdico-formativas, las orientaciones de las maestras y la atención de especialistas en distintas áreas. Durante esos dos meses vi reflejados con alegría los resultados de un programa en el cuerpo de mi chiquita.
En este cuento, sin embargo, voy a centrarme en los caminos andados por una madre al salir y volver a casa cuando visita un centro de salud. Todo cuanto sucede dentro lo dejaremos para otra ocasión, porque estas líneas buscan narrar al menos un poco de cómo algunos lugares del Distrito Capital pueden ser vividos de maneras peligrosas y violentas.
Salía a las tres de la tarde con Yara de la calidez que nos ofrecía esa institución a la hostilidad de la calle. La única sombra de la avenida Principal del Algodonal era secuestrada por una ferretería llamada Hierro Mundial, la cual, tomándose por completo la acera y un canal vial de estacionamiento, despachaba a su clientela los productos más vendidos: techos de zinc, tubos estructurales de hierro de distintos calibres y espesores, entre otros.
La facturación diaria de esta ferretería no solo privatizaba el espacio peatonal, sino que violentaba —a mi entender— todas las normas de seguridad vial, incluso las de seguridad industrial de sus propios trabajadores. Ante tal desmadre, pocas progenitoras se atrevían a escapar del sol en medio de semejante guillotina, y aquellas que nos atrevimos terminamos vislumbrando imágenes sangrientas al vaticinar como mínimo un golpe letal en la cabeza de nuestras crías.
A pocos metros de Hierro Mundial se encuentra el cruce de la avenida Intercomunal de Antímano. Un trance más. Poco importa si funcionan los semáforos (la gran parte del tiempo están averiados). Ningún vehículo se detiene. Autobuses, gandolas, motos, camionetas y carros van a toda velocidad, como si se tratara de una autopista. Valen madre los bebés o las infancias. Cada motor acelera al máximo de su capacidad.
Emocionalmente, el riesgo diario al cruzar algunos puntos ubicados hacia el oeste de la ciudad socava el ánimo de las madres. Ellas viven en sus propios cuerpos la impunidad naturalizada de la falta de políticas de seguimiento y control de las leyes de convivencia ciudadanas más básicas.
Cada vez que coincido en conversaciones con otras mujeres acerca de los miedos que afloran junto a la maternidad, dejo de sentirme una bicha rara. Racionalizo los contextos, escudriñando posibilidades reales de padecer una locura o una psicosis aguda, pero solo encuentro a otras como a Soledad, quien dejó de sentirse extraterrestre, pues pensaba ser la única a la que le atemorizaban los tubos estructurales de su ferretería vecina o el cruce de los semáforos de la parada del Algodonal.
Para Soledad, esta ciudad no está pensada en función de las infancias, las madres, padres, gente cuidadora de otras personas o personas con movilidad reducida. Para mí, se trata de una ciudad difícil que termina cargando a las madres de un cansancio innecesario que podría evitarse.
Ketsy Medina