Letra fría | La Conexión San Antonio

11/02/2024.- Esto de estar consiguiendo manuscritos con tinta borrosa, por tragos derramados hace más de cuarenta años, tiene sus cositas. Ver cómo se ha ido depurando la escritura es una de ellas. Otra es dudar de la historia (¡Dígalo ahí, Roberto Malaver! ¿Será que Earle tenía razón?) por sucesos fantásticos que tal vez nunca ocurrieron y haya podido ser un ejercicio de la imaginación, como por ejemplo:

La larga lista de pensamientos fue interrumpida por la voz de Isabel Cristina Márquez García, que en un arranque de lucidez se encaramó en el "correcaminos", un Chevette gris con rayitas de colores a los lados que Gustavo García Márquez le regaló a su esposa Lilia el día de su cumpleaños. La nave tripulada por tres descendientes del coronel Gerineldo Márquez se posó sigilosa en la entrada del hipódromo La Rinconada. Un empleado de alguien apellidado Correa aseguró que Willie Colón no se había levantado y que lo estaban esperando. "Párese ahí, a la derecha", dijo Peña, un vigilante con cara de guajiro, pertrechado con una morocha Winchester, lo que motivó la obediencia poética de Gustavo, el conductor. "Primo, ¿y por qué no nos compramos un roncito?", dijo García.

Aquí vienen las dudas. Primero, Gustavo García no bebía ron, solo whisky, como ocurrió la noche anterior en la rigurosa reunión de los viernes de la Conexión San Antonio, en El Pozo Canario, integrada por el propio Gustavo, Melcíades Ballestas y los periodistas Ángel "Catirito" Rivera y Juan José Peralta, alias Popeye. Todos fallecidos, menos yo. ¡Uy, qué miedo! Cada vez que lo pienso, me aterro. Son muchos los equipos que he sobrevivido. Soto, Riera y Álvaro Montero, por ejemplo.

La Conexión San Antonio era un grupo que bautizó Manuel Felipe Sierra, porque así se llamaba el edificio donde nos reuníamos los sábados a beber "tres filos" de cajas que le enviaba el Presidente Pérez a Gustavo, a jugar dominó y a comer caribañolas. Allí vivían Gustavo, Catirito y Ballestas, además de mi hoy yerno, pero entonces novio de mi hija Ligeia. De paso, ahí creció toda una generación de jóvenes profesionales que siguen siendo mis amigos en la actualidad, salvo la lamentable partida del joven pintor José Miguel Guevara, panita muy llorado.

Pero volviendo al tema de lo real o irreal de estos manuscritos, Gustavo era un hombre de su casa y me cuesta imaginarlo amanecido conmigo y Cristina en La Menta y en esas andadas. Ya él pasaba de los cincuenta y, como digo, él era tempranero. Entonces, ¡todo resulta inverosímil, como estos cuentos!

Ya he mencionado la vez en que me encontró frente al Gran Café una mañana de sábado, estando yo todo amanecido y maleteado. Me invitó a Cartagena, como quien te invita una cerveza al bar de la esquina, y me monté para pasar quince días rumbeando en Riohacha, Santa Marta, Barranquilla, y alojarme más de una semana en la casa familiar de Cartagena. Ese era mi primo Gustavo, pero lo que sí pudo ser —es que los detalles precisos de la narración me confunden—, fuera de que yo haya llamado al primo para que me rescatara e ir a saludar a Willie Colón al Hipódromo, es que él, que era tan faramallero como yo, se haya prestado a la jugada. ¡Eso sí pudo ser!

Lo que no puedo hacer es corroborar con Isabel Cristina, porque le ofrecí una nota sobre las canciones que le cantaba su mamá, y le quedé mal. Ahorita ni de vaina me comunico con ella, porque me dispongo a un largo viaje y no quiero quedar peor.

En cuanto a ustedes, queridos lectores, solo les dejo la pregunta que le hacía Earle Herrera al doctor Malaver: "¿Esas vainas que cuenta Humberto serán verdad?". Por mi parte, solo les digo que nunca he mentido… ¡al menos en literatura! Ja, ja, ja.

 

Humberto Márquez


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