Contraplano | El desapercibido y reflexivo cine de Béla Tarr
Hace muchos años, una tarde de un día que ya ni recuerdo, sonó el teléfono del escritorio en la oficina de mi anterior trabajo. Laboraba en una agencia de noticias y atender llamadas de otros periodistas o editores jefes era parte de mi rutina. En esta oportunidad mi interlocutor era un representante de una casa de amistad Venezuela-Hungría que quería corroborar si habíamos recibido una nota de prensa. Tras confirmarle la recepción del correo electrónico, el señor me preguntó qué referencias tenía de su país. La interrogante me tomó por sorpresa, por lo que solo le alcancé a decir que conocía el cine de Béla Tarr. Asombrado replicó: “¿Usted ha visto películas de Béla Tarr?”. Dije que sí y agregué una mentira que pensé que sería divertida: “Acá en Venezuela todos vemos el trabajo de Béla Tarr”. Perplejo exclamó: “¿Allá ven ese cine? ¿Cómo así? ¡Increíble!”. Le expliqué que copias de las películas de ese director y de otros, se vendían en los pasillos de la Universidad Central de Venezuela con fines educativos. Esto último lo dejó descolocado. “Es asombroso lo que usted me está diciendo, que las películas de ese director, que acá no conocen, se vendan en una de las universidades más importantes del país. Acá no sucede eso”.
Para el momento de ese diálogo ya había visto unas cuantas películas de Tarr. Y, aunque considero que ciertamente es un maestro del cine mundial, entendía la razón por la que mucha gente, incluido a los húngaros, no habían visto su trabajo.
El guionista de la mayoría de su filmografía es László Krasznahorkai, un novelista también húngaro, representante del postmodernismo literario, cuyas novelas y guiones son considerados difíciles y exigentes.
Los filmes de Tarr, escritos por Krasznahorkai, no son históricos y evaden buscar la exaltación con facilidad como lo hace el cine occidental convencional. Este artista aborda temas filosóficos, sociológicos y políticos con una narrativa que explora el miedo, el desconocimiento y la avaricia por el poder.
La larga duración de las tomas en sus películas, casi sin musicalización, exigen un espectador despierto y activo. Están rodadas en blanco y negro, y transcurren en un tiempo no determinado en inhóspitos pueblos nublados y llenos de lodo. Sus personajes, muchos de ellos desorientados, sucumben a la desolación, soledad, apatía y existencialismo.
La primera cinta que vi de Tarr fue Armonías de Werckmeister (2000), producción que rodó junto con su esposa Ágnes Hranitzky. Llegué a ella por recomendación de un amigo cinéfilo y uno de los vendedores de películas de la UCV.
El inicio de esta producción es uno de los mejores de toda filmografía de Tarr. En los primeros diez minutos, la cámara capta en secuencia a un conjunto de hombres ebrios en un bar, a quienes el protagonista, János Valuska (Lars Rudolph), le intenta explicar, con un contundente monólogo y la representación de un eclipse, el significado de la inmortalidad.
“Y ahora, veremos una explicación que nos ayudará a comprender, incluso a gente sencilla como nosotros, el significado de la inmortalidad. Lo único que les pido es que caminen conmigo por la inmensidad en la que la constancia, la quietud y la paz reinan en un vacío infinito”, dice.
Esta escena —una de mis favoritas del cine— introduce al espectador al ambiente oscuro e inquietante en el que está envuelto el pueblo por la llegada de un misterioso “circo” con una ballena muerta y un “príncipe”. En los 135 minutos restantes, Valuska dialogará con otros personajes y, sin querer, se convertirá en pieza clave de una conmoción social.
Otro momento altamente destacable es el diálogo del tío de Valuska, un angustiado y obsesivo músico que quiere cambiar el sistema tonal musical actual. Insiste en que las modificaciones instauradas en las teorías del académico del barroco Andreas Werckmeister son el origen de los problemas estéticos y filosóficos de toda la música posterior.
Fascinado por este director, que ha abandonado la ficción para adentrarse en el documental, vi El hombre de Londres (2007), El caballo de Turín (2011) y El tango de Satanás (1994). Sobre esta última película —que en seis horas y media narra las dificultades de un pueblo rural húngaro arruinado — hablaré en otra oportunidad.
Si desea conocer más sobre Armonías de Werckmeister puede escribir a este correo: columnacontraplano@gmail.com
Carlos Alejandro Martin