Micromentarios | Dormir en un bolsillo

28/05/2024.- En la mayor parte de los hoteles del mundo se acostumbra a hacer la cama prensando las sábanas y cobijas de tal modo que parece imposible meterse bajo ellas.

Para dormir, es necesario retirar tales sábanas, pero la mayoría de las personas no lo hace, sino que apenas las levanta por un extremo. Luego se introducen en esa especie de bolsillo y duermen igual que tarjetas de crédito en el interior de una billetera.

Eso no me gusta. Detesto sentir las puntas de mis pies comprimidas por la parte baja de las sábanas. Los dedos, en especial los pulgares, se doblan hacia atrás o hacia adelante con dolor, a la par que el resto del cuerpo se siente como dentro de un traje tres tallas menor a la nuestra.

Esta fue la razón principal por la que no me hice excursionista. No soportaba los sacos de dormir de hace cuarenta años. Eran idénticos a los estuches portátiles de anteojos que se llevaban en los bolsillos interiores de los sacos y chaquetas o en los de las guayaberas.

Es verdad que abrigaban, que permitían dormir en medio del frío nocturno húmedo de los bosques y que parecían servir como muro de defensa contra las fieras y los insectos que te usaban como cordillera, puente o tronco seco que debían superar.

Las camas de los hoteles son, en primera instancia, refugios contra el cansancio. La mayoría de los usuarios duerme en ellas luego de interminables horas de diligencias y/o reuniones laborales. En segundo lugar, son campos de batalla amorosos, en los que se duerme según las posiciones resultantes de los orgasmos.

Sin embargo, constreñidos por las sábanas, resulta imposible descansar sin recordar que somos oprimidos en tales trabajos. Oprimidos y exprimidos.

Así, prensadas como carátulas de un cuaderno escolar, dichas sábanas me provocan un rechazo de tal magnitud que, si aún habitara en mí la intrepidez de la juventud, las rechazaría cuando viajo. No me importaría juntar una sábana, una colcha y una almohada y dormir en el suelo.

Allí, aunque asfixiado por el olor del desinfectante para pisos y el aroma de la cera, estaría libre de esa prisión de telas blancas, que nos hace ver y sentir como aprendices de cadáver.

Jamás he tolerado ningún tipo de atadura. Ni física, ni mental, ni social, ni de ninguna otra índole. Las he rechazado con todas mis fuerzas. Tampoco me he sentido capaz ni necesitado de amarrar a nadie en lo afectivo, lo corporal o lo económico.

Ahora que lo pienso, siento que esta posición frente a las sábanas de los hoteles —aunque aparentemente anodina— reafirma en mí el gusto que siempre he tenido por la libertad, no solo la mía, sino también la de quienes, los conozca o no, integran el mundo que habitamos.

 

José Armando Sequera


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