Micromentarios | Mi primera taza de café

18/06/2024.- Mi primera taza de café me la dio mi abuela Ana cuando yo contaba tres años. Era café aguado, el que en Venezuela llamamos guayoyo.

Por supuesto, no me gustó. Me pareció una bebida detestable, como si hubiese tomado una infusión de tierra para matas, con lombrices y todo.

Mi abuela creyó que yo despreciaba la bebida, pero lo que rechazaba era su poca sustancia y mal sabor.

No tenía muchos razonamientos, pero me pareció absurdo —obviamente, no conocía esta palabra y mucho menos el concepto— que las personas se sintiesen atraídas por aquella agua desabrida, parecida a la que corría por la calle cuando la tarde era lluviosa.

No volvieron a darme café. Sin embargo, cuando el aroma de la bebida escapaba de la cocina y colonizaba todos los espacios de la casa, mi olfato se alborotaba y me hacía desear lo que, según mi abuela, yo detestaba.

Debió ser la primera vez que advertí la diferencia entre algo que huele muy bien y sabe guácatela. Con las arvejas verdes me sucedió más tarde. Olían delicioso, pero, al tenerlas en el plato, tenía la impresión de haber sido estafado.

Debí borrar la palabra café de mi incipiente vocabulario, porque no recuerdo haberla usado en un tiempo.

Una mañana, próximo a cumplir cinco años, mi tío Ramón Varela se hallaba de visita. No imaginaba entonces que él sería el punto de partida para mi personaje del tío Ramón Enrique, el zapatero remendón, gracias al cual obtuve dos premios literarios internacionales: uno en Cuba y el otro en Suiza.

En un momento en que entré a la cocina, vi a mi tío preparando su propio café. Tarareaba bajito una canción italiana, junto a la cocina de kerosene.

Cuando hirvió el agua, echó una porción de café en polvo en la manga de tela que tenía a un lado y esperó unos minutos.

El maravilloso aroma del café impregnó las paredes y hasta mis pantalones cortos. Nuevamente, pensé que, en vez de ser bebida, la infusión debía olerse, tal como los inciensos en forma de conos que mi madre usaba de vez en cuando.

Mi tío se sirvió una taza. El agua aún borboritaba como en una charca de aguas sulfurosas, pese a lo cual bebió dos sorbos.

—¡Aaaah! —exclamó, visiblemente satisfecho.

Fue entonces cuando reparó en mí, que había permanecido en el umbral de la puerta, en silencio.

—¿Tomas café? —preguntó.

—No, no me gusta.

—¿Has tomado café de verdad o el agua sucia que hace Ana?

—El que ella hace.

—Ella no hace café. Hace un agua que no sabe a nada y dice que eso es café. Café es este que yo hago. ¿Quieres probar?

No había terminado de decir que sí, cuando me entregó una taza humeante que parecía contener tinta.

—¡Bébete eso! —ordenó.

—Está muy caliente —protesté.

—Así es como lo tomamos los hombres. Tú eres un hombre.

Soplé la superficie del líquido y bebí un sorbo. Aunque me quemó el labio inferior y la lengua, el sabor me pareció más allá de cualquier expectativa.

No hay vez que tome café con leche, oscuro o expreso, que no recuerde esa mañana en que se me reveló el mejor sabor del que tengo noticia, después de los besos de mi amada.

 

Armando José Sequera 


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