Micromentarios | Einstein, el distraído

09/07/2024.- La principal idea que tenemos de los científicos es que se trata de personas sumamente distraídas. El arquetipo del profesor cuya mente habita en regiones apartadas es tan popular que ya se ha hecho cotidiano.

Contrario a lo que muchos piensan, las distracciones de esos grandes hombres no se deben a una falta de concentración, sino más bien a un exceso de ella. Están tan embebidos en sus trabajos y estudios que se olvidan de todo lo demás.

Tal condición, la de distraídos, no es exclusiva de los cultores de las ciencias. También los artistas la padecemos. A la mayoría se nos dice que tenemos la mente en las nubes o en la luna.

A mí, particularmente, mi madre me aconsejaba, antes de salir, no olvidar la cabeza en casa.

Las distracciones no constituyen un rasgo defectuoso que viene incorporado al talento, sino la consecuencia de un estado de dedicación casi absoluto al trabajo o a la obra que se realiza.

En esta nota ofreceré un par de anécdotas que muestran cuán despistado era el científico más admirado de la historia: Albert Einstein. Con ello, en ningún momento pretendo justificar a quienes, sin poseer las virtudes y talentos de Einstein, Newton, Pasteur o Ampère, se jactan de poseer dichas desatenciones.

Una noche, Einstein fue a visitar a un amigo.

Después de la cena, el padre de las dos teorías de la relatividad y su amigo charlaron sobre los temas que les resultaban afines.

Mas, como ninguno de los dos hablaba mucho, pronto el amigo se aburrió, pero no se atrevió a decírselo a su muy ilustre visitante. Un largo rato después, el reloj dio las once, y nada que Einstein se iba.

A las once y media, el amigo comentó:

—La noche está muy oscura y son las once y media.

Einstein respondió moviendo la cabeza afirmativamente.

A las doce, como el visitante bostezó repetidas veces, el amigo apuntó:

—Creo que tienes sueño, estás bostezando.

—Sí —admitió Einstein—, tengo mucho sueño, pero no puedo acostarme a dormir hasta que te vayas.

—¿Qué estás diciendo? —repuso el amigo, alzando la voz—. ¡Tú estás en mi casa!

Sumamente avergonzado, Einstein se incorporó del asiento donde se hallaba y dijo:

—Lo siento, pero, desde hace rato, estoy pensando: "Cuándo se irá este hombre para poder dormir…".

Cierto día, Albert Einstein —quien nació en 1879 y murió en 1955—, iba en un tranvía y extrajo de uno de los bolsillos de su sobretodo un periódico para leerlo.

En la acción, los lentes que llevaba en el mismo bolsillo salieron de este y cayeron al suelo del tranvía.

Cuando, instantes después, Einstein los buscó, registró infructuosamente todos los bolsillos de su largo abrigo. Por supuesto, no los encontró.

Una niña que iba sentada a su lado, al ver la búsqueda frenética del científico, recogió los anteojos y se los entregó a su dueño.

—Gracias, niña —dijo Einstein—, eres muy amable. ¿Cómo te llamas?

La pregunta sorprendió a la niña quien, algo enfadada, le respondió:

—¡Ay, papá! Soy Clara, ¡tu hija!

 

Armando José Sequera


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