Letra veguera | Ahora, con las espuelas
14/08/2024.- El 28 de julio, día del nacimiento de Hugo Chávez, Venezuela vivió otra breve temporada en el infierno, pero, como pueblo, ese domingo que pretendió ser una condena a las tinieblas, la soga nos llegó al cuello. Esta historia es una película de larga y sangrienta duración que muchos ya conocemos.
Terminator
Ese día derribaron estatuas de la Divina Pastora, del indio Coromoto y de José Gregorio Hernández, entre otras. Incendiaron la Alcaldía de Quíbor con gente adentro. En Carora, destrozaron sedes del PSUV y de una radio comunitaria. Acosaron con propósitos de muerte a gente en las calles de Caracas y en casi todas las ciudades venezolanas. Asesinaron a puñaladas a la señora Cirila, mujer de combate, en El Callao. Transmitieron por las redes sus actos criminales. Mataron y quemaron un gallo pataruco y luego lo pintaron de pinto para colgarlo de un poste, como un morboso acto simbólico de magnicidio.
Algunos viejos integrantes de Radio Rochela, actrices en decadencia desde sus exilios y vidas gourmets, libretistas y actores de antiguas telenovelas de Radio Caracas Televisión, poetas e intelectuales de trayectoria pública en las direcciones institucionales culturales y editoriales durante los gobiernos de Chávez, que marcharon bajo la lluvia el día de las siete avenidas, proclamaron "libertad, libertad, libertad" para Venezuela y ovacionaron por las redes al señor González, con el mismo frenesí que le rindieron a Rafael Cadenas, cabizbajo frente al rey de España, o le siguen prodigando a Sánchez Peláez desde El Nacional de Néstor Rivera.
Ese fue el día de los "comanditos", anunciados por la jefa de esos delincuentes, que sabotearon el sistema eléctrico nacional, ejecutaron desde EE. UU. y en complicidad con agentes "criollos" un ataque sin precedentes al CNE y a muchas instituciones del Estado, atentaron contra las Fuerzas Armadas y el sistema Patria y crearon un CNE paralelo (antiguo Súmate). En fin, ese domingo 28 de julio, la masa turbia del fascismo, comandada por María Corina Machado y el señor Edmundo González, se abalanzó contra la humanidad del pueblo venezolano.
No faltaba más: derrumbaron estatuas de Chávez. A él no le habría sorprendido que esas acciones, que le daban "de baja" a unos monumentos de carácter simbólico, hayan sido presas de caza de unos enfermos mentales, dirigidos como piezas mortales de videojuegos por mister Musk.
Conociéndolo, Chávez habría sentido compasión por esa desalmada muchedumbre, pero sin apartar su foco de atención de la naturaleza de ese estallido fascista que jamás habíamos presenciado.
—¡Epa, muchachos! —habría preguntado con urgencia y picardía a Nicolás y a Jorge—, ¿cómo llamaban los griegos esta demencia, cuando aún no existía la psiquiatría?
—Cuidar tanto la salud del cuerpo como de la mente, comandante… —le habría dicho Jorge Rodríguez, con sobrado conocimiento médico.
Chávez habría mostrado un semblante de reflexión casi insondable. Sin duda, ese habría sido uno de sus momentos más angustiantes y lúcidos.
La consigna
La verdad es que la historia de Venezuela ha dado tantas vueltas como los ochenta mundos de Cortázar. El título de la novela del autor de Rayuela se asemeja mucho a las formas como el país no solo giró en su psicología política, expresada durante el día del sufragio, a pleno sol, sino desde el anochecer, cuando en calles y avenidas, en barrios y urbanizaciones, los opositores formaron hogueras con ramas secas, cauchos viejos, flores de plástico y trastos domésticos guardados en cobertizos, que se concebían eternos, familiares y sentimentales.
Como la gesta era "hasta el final", los nuevos comunistas que se han convertido al tarot por oposición a Maduro y se afiliaron a la derecha, sacaron los apolillados libros de Marx y los echaron al fuego. Los afiches del Che, de Fidel, los saquitos de arena de Playa Girón, las silletas del partido, todo lo sacaron: el fuego mitológico se hizo cargo de muchos escombros que, por esos tenues escalofríos de la nostalgia, permanecían arrumados en los reinos de las telarañas del recuerdo.
La vuelta al día
Antes de caer la noche del 28, los "comanditos" preparaban la roulette macabra del fraude: motos nuevecitas, personas ebrias, jóvenes masculinos a pecho pelao, mujeres histéricas, perros desconcertados y olor a gasolina subsidiada. Unas señoras de las llamadas clases altas llevaron libros de autoayuda, pequeños Viejos, pero nuevos, Testamentos, sustraídos de los resorts de Margarita y unos jodedores del barrio entraban triunfantes con unos pajarracos callosos, haciéndolos pasar por gallos pintos, para ser quemados y colgados en los postes de las casas de los militantes del PSUV y las iglesias.
La vuelta al día o al mundo siguiente, el 29, se puede considerar como la subida del telón del golpe de Estado fascistoide-cibernético contra Venezuela más inusitado y atroz de los últimos tiempos. Volvamos, de todos modos, a Cortázar: ese lugar especial de la "casilla del camaleón" que también aparece en Rayuela, aunque no estaba trazado en el juego diabólico del plan para esta Tierra de Gracia. Ese camaleón, pieza de la rayuela cuando va de un lugar a otro, que avanza o retrocede para llegar al "centro" del laberinto, no llegó. El "camaleón" literario no se convirtió en la figura emblemática o simbólica del libreto de Vente, porque fue arropado con la bandera de siete estrellas.
Los advenedizos
Para quienes entraron en el zaguán de la Venezuela con Chávez y se sumaron con júbilo al apoteósico cacerolazo contra aquel CAP que terminó su viaje congelado en el Cementerio del Este de Caracas, muchos de los advenedizos se quedaron de pie y algunos dieron unos pasitos más allá, hasta que alguien les abrió de par en par las distintas puertas y fueron buscando acomodo en las nóminas de los viejos ministerios. Nadie supo cuándo decidieron vestirse de rojo hasta las medias, asistir a los programas de Chávez, construir discursos y hablar de "monitoreos" de las políticas públicas.
Cuando se aposentaron, unos en las instancias multilaterales, otros en Pdvsa, en Corpoelec o en las corporaciones, desde allí se entregaron en cuerpo y alma a aplaudir la creación de muchas de las misiones con las que el Presidente intentó minar la estructura de ese Estado rentístico, que parecía asomar el principio del fin de la democracia adecopeyana. Ya las nóminas y los viáticos eran de ellos, las obras de los lagos de Maracaibo y Valencia ya estaban asignadas, los choferes se hicieron sus confidentes y la no tan vieja compañía de militares, los tradicionales medios de comunicación, televisivos y radioeléctricos, las telefonías, el llamado Ateneo de Caracas, los museos de arte y el viejo Inciba, el Metro, el agro y los graneros de Puerto La Guaira; esas "instituciones" y otras más, que aún carecían de nombres, se acercaron a la piñata. Hasta después de la muerte de Chávez, estuvieron cobrando por telecajeros.
Era vox populi en las universidades, en los clubes y en las casas de apuestas de Wall Street que baneaban y mareaban desde entonces. Los amargados de Caracas comenzaron a ensayar un nuevo género de familiaridad que les permitió multiplicar los peces y los panes, pero sin salir de la Fedecámaras de entonces, de la tripartita de la época. Los amos del valle y los hijos de la llamada "antipolítica" no se fueron del país.
Como el desprecio es semánticamente más apropiado para definir el sentimiento de esta legión hacia el común chavista, se fueron camuflando o se declararon fascistas y criminales a sueldo. En la base del odio se halla la diferencia del otro. María Corina corona esa categoría, porque ella es única en su sangre. Los diferentes somos nosotros y debemos estar aislados hasta morir.
La aporofobia es ese desprecio por el pobre, una forma no tan criminal de odio. En cambio, los sionistas odian, desprecian, tienen asco por los palestinos todos, porque son sus enemigos y hay que exterminarlos.
El mundo siempre se mueve como una metáfora viva y se está sacudiendo en Venezuela desde 1989 sin parar. Es como el cuento de un zapato viejo en la vitrina de un museo que solo es tomado en cuenta por el antiguo pie que lo ve por casualidad y se reconocen, ambos acalambrados, uno sucio de tanto andar solo y otro tieso y barnizado para su exhibición. Uno ve al otro con la retina pétrea de los conservantes que mantienen espectacularmente a las momias. Se hacen los locos, pero la sequedad de los siglos los ha vuelto sinvergüenzas o, creen ellos, inmunes a la curiosidad de la concurrencia.
Son a duras penas siluetas de lo que fueron cuando calzaban unos para el otro y saltaban de felicidad cuando depositaban los sueldos, los bonos de diciembre, los cestatickets y andaban como pieza única de un lado a otro, viajando en avión a las ferias del libro o los programas de televisión del estado de bienestar de los barriles de petróleo que se echó Chávez al lomo. Ahora sí podemos decir, con las espuelas puestas, que Venezuela es otra.
Federico Ruiz Tirado