Aquí les cuento | 4X4 no son 16

15/08/2024.- Fue Ricardo, el hijo de Manuel, dueño de la finca Mírame Lindo, el que me convidó a participar en la guarimba. Él y yo crecimos juntos en el Totumo. En ese campo donde vivíamos, nada nos faltaba. Andábamos por todo aquello, potreros, montañas, lagunas y quebradas, como los propios dueños. Desde pequeños, además de los trabajos de la finca, donde ordeñábamos las vacas, sembrábamos la tierra, hacíamos queso y todas las cosas que nos enseñaban los mayores, nos quedaba tiempo para jugar, y en las noches salíamos con la escopeta a cazar conejos para el desayuno.

Sin embargo, todo cambió cuando nos llevaron al servicio militar. Ahí sí es verdad que le voltean la vida a la gente. Entre tantos hombres, todos jóvenes, que se reúnen en los cuarteles, de todas las regiones del país, comenzamos a saber de ellos. La cabeza se le llena a uno de preguntas sobre esas ciudades y la forma de vivir de esa gente, ¡pero qué va!

Al salir del ejército nos regresamos al Totumo, convencidos de que no hay nada como el monte donde uno nace. Ricardo siempre viajaba hacia la capital, donde aseguraba tener buenos amigos. Él gozaba de sólida posición económica, porque su padre, Manuel García, era el dueño de una de las mejores fincas de la zona. Tenía su buena casa y a sus hijos: Ricardo, el único varón, y dos hermanitas pequeñas.

En uno de esos viajes que hizo a Caracas, apareció en el caserío, acompañado de dos amigos, montados en una machito 4X4. Me dijo:

—¿Quieres trabajar, Henry? ¡Estos convives tienen trabajo para nosotros! ¡Son cincuenta dólares diarios! Yo no creía lo que estaba escuchando porque, en el campo, para ganarse cincuenta verdes hay que trabajar diez días, de seis a seis.

—¡Claro que quiero! —le respondí—. ¿Y para cuándo es eso?

—¡Eso es ya! ¡Vamos saliendo! —me dijo.

—¡Bueno, ya busco mi bolso!

—¡No, vale, vente así, que allá hay de todo!

En el camino, los amigos de Ricardo, que tenían unos nombres raros, se detuvieron en una estación de gasolina y equiparon la cava con cerveza, y eso fue pote y pote mientras seguíamos hacia la capital. Ya en la tardecita, llegamos a una parte de la ciudad bien bonita, con edificios no tan altos y avenidas con abundantes árboles. En esas avenidas, poco concurridas por el tráfico, estaban armadas muchas carpas, unas grandes donde preparaban cosas, y además había agua, jugos, sánguches y refrescos, y otras pequeñas, que se usaban para dormir. De la carpa grande, uno de los amigos de Ricardo sacó un bulto con una carpita y nos lo entregó, diciendo:

—¡Aquí tienen su casa de la Misión Vivienda! ¡Busquen un espacio y la arman!

Nosotros armamos la carpa y nos metimos en ella. Ya era de noche cuando salimos al espacio donde se reunían los muchos jóvenes que salían de todos lados a la hora de comer. A los amigos de Ricardo no los volví a ver. Otro señor, ya bastante mayor, vestido con una chaqueta militar oscura, que parecía el jefe, ordenó:

—¡Los que llegaron hoy, pónganse de este lado!

Ricardo y yo nos movimos de lugar, junto a otros ocho muchachos más. Uno de los hombres que estaba junto al mayor se acercó a nosotros con unas bolsas que tenían la cena: un sánguche y un jugo de cartón. Luego sacó de su chaqueta un fajo de billetes y nos entregó a cada quien uno de cincuenta dólares. Esa acción se repetiría todas las noches. El jefe tomó la palabra, diciéndonos que mañana sería el trabajo serio.

—¡Esta noche nadie duerme! ¡Tenemos que prepararnos! —agregó a lo último, y se fue.

Enseguida, mientras nos comíamos los panes, empezó el preparativo. A mí me pusieron a llenar botellas con gasolina, mientras otro muchacho les colocaba un trapo en el pico. A Ricardo lo llevaron a trabajar con unas trampas con pólvora que habían inventado; eso me lo dijo el otro día en la noche, que fue cuando pudimos hablar un ratico, después de haber empezado el bochinche.

Yo nunca pensé que el trabajo fuera ese. Hay que ser bien tonto para no darse cuenta, pero qué iba a hacer, ¡ya estaba montado en el burro! Cuando vi que los jefes tenían aquellas armas poderosas, mejores que las que usábamos nosotros en el ejército, me puse así, como con miedo, y opté por quedarme tranquilo. Hasta empecé a sentirme uno de ellos.

En la mañana, nos daban desayuno y abundante café con un sabor raro, y nos llevaban en carros y camionetas al lugar del alboroto. Nosotros movíamos las defensas de la autopista, atravesábamos contenedores de basura, les pegábamos candela a los cauchos y lanzábamos bombas a la guardia y a todo el que tuviéramos en frente. Otros tenían armas largas y pistolas, pero eran pocas. Ahí valía todo: mentarle la madre al Presidente, mostrarles la paloma a los guardias femeninas, tirarles bolsas con guate, gritarles hasta más no poder, con la franela embojotándote la cabeza.

En la tarde, regresábamos al campamento. Ahí comíamos y tomábamos ron en abundancia, y de aquello había bastante, de todo tipo, pero a mí nunca me gustó, porque es muy caro ese vicio. En ese jaleo, permanecimos varios días, y es verdad que cada noche nos entregaban los cincuenta. Ya yo pensaba en comprarme una moto, pa derrochá físico en el Totumo con lo que lograra ahorrar, pero ¡qué va! Llegó el día cuando agarraron a aquel pobre muchacho y lo prendieron con gasolina. Ahí sentí, por primera vez, el gran problema en que nos habíamos metido. Aunque yo no participé directamente en ese beta, lo vi todo, porque estaba cerca. Al llegar al campamento, en la noche de ese mismo día, hablé con Ricardo y le dije que me iría de ahí.

Como a las doce, salí a echar una meadita fuera de la carpa y, tal como llegué, me fui hasta la bomba más cercana, donde agarré un taxi que me dejara por los lados del Nuevo Circo. Esperé que amaneciera y compré una ropita nueva, porque andaba podrío. Caminé hasta los bomberos y les pedí el favor de que me prestaran un baño, que andaba en desgracia. Ellos accedieron, me bañé y salí con mi estreno. Al llegar al terminal, sentía que todos los ojos me estaban mirando y que en cualquier momento algunos desconocidos me agarrarían.

Al fin salió el autobús. Después de llegar a Charallave, sentí un ligero alivio. Seguimos rodando hasta que, en la tardecita, llegué al Totumo. Respiré profundo al sentirme de nuevo en mi espacio. Ricardo regresó luego de dos semanas, pero andaba como avisorao. No nos encontramos en mucho tiempo. Como a los tres meses de su llegada, volvieron sus amigos, los de la machito 4X4, y se lo llevaron. Apareció muerto por los lados del parque Guatopo, vía Caracas. Pasado un mes después del suceso, regresaron los mismos amigos del difunto, preguntando por mí…

 

Aquiles Silva


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