La miss Celánea | Pa’ que suene la maraca
¿De qué nos sirve pintar el más bonito de los cuadros si ello no sacude un alma?
Viví en Araira cuando estaba niñitica. Infancia afortunada: pueblito mandarinero incrustado en las bellísimas montañas surcadas por ríos de la parte oriental del estado Miranda, casa grande con fantasmas, patio con cerro donde coexistían zarigüeyas, rabipelados, sapos, perros, gansos, gallinas, mapanares y mucho más. Cuando mi familia y yo llegamos a vivir en esa casa nos contaron los vecinos que la misma ya estaría por cumplir los cien años, ello explicaba la inmensidad de las matas de mamón, mango y mandarina, cuyos frutos eran imposibles de alcanzar por nuestros propios medios, así que nos hicimos de un larguísimo palo al que los mayores le incorporaron un garfio en la punta, e inventamos el juego del sacudón, que consistía en enganchar una rama con el garfio y utilizar el peso del propio cuerpo para sacudir el árbol hasta que soltara el correspondiente aguacero de mamones, mangos o mandarinas.
Otro sacudón muchísimo más dramático fue el ocurrido durante el 27 de febrero de 1989 y días posteriores, cuando la soga que ataba al pueblo venezolano se reventó y salió ese aluvión de gente a tomar para sí lo que le estaba negado y era su derecho. Comparar este último con mi sacudón frutal parecería inverosímil excepto por una cosa: luego de aquel estallido social, y de casi una década de más y más sacudidas, comenzaron a verse los frutos de vivir en esta hermosa mata de mango, mamón o mandarina que se llama Venezuela: la llegada de la revolución puso al alcance de todas y todos el garfio para alcanzar eso que para muchos había sido hasta entonces una mandarina a cuatro metros del suelo.
No siempre los sacudones son tan lúdicos y frugales como el primero, ni se dan tan espontáneamente como el segundo. A veces los árboles no son de mandarinas sino de ají picante y alguien tiene que tomar la decisión de sacudirlos, aunque se le piquen los ojos a quien sea. Aquí entra en juego el papel de los creadores y creadoras, quienes desde el campo de la estética tenemos la responsabilidad de hacer el palo con el garfio con el cual sacudir las sociedades: es necesario que hagamos una revisión sobre nuestro concepto de belleza, a fin de evitar caer en la lamentable, desabrida e inerme fosa de lo que es decorativo.
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En Teoría del Arte se conversa sobre tres criterios elementales para alcanzar la belleza: utilidad, verdad y estética. Si una cosa cumple con al menos dos de estas categorías ya podemos decir que es hermosa, incluso si usted la ve fea. Pongamos de ejemplo, no sé, un clavo. Nadie ha dicho nunca: “¡Oh!, ¡qué clavo tan hermoso!”, y vea usted con cuánta verdad existe un clavo, cuán útil es, cuánta felicidad nos brinda el hallar un clavo en el fondo de una gaveta cuando lo necesitamos y creímos no tenerlo. Admitirá usted, entonces, que un clavo es un objeto verdaderamente hermoso.
La religión y el capitalismo ocultan en el cielo de mañana el infierno de hoy, a través de la promesas como el éxito, el poder adquisitivo y la redención. La falsedad, la fea feísima falsedad, se disfraza de belleza estética y bajo ese lindo manto que no insulta, no lacera, no perturba porque es “bello” oculta el horror: los bellos vestidos de las trasnacionales que engordan sus arcas a fuerza de esclavitud moderna y solapada, las películas de excelente factura, cuyas historias están repletas de antivalores, las dulces palabras de un mentiroso ¿son hermosas?
Yo ante lo “bonito” prefiero la verdad, lo útil. Porque es más útil la indignación, la rabia, la dolorosa verdad que la cómoda y bonita complacencia de lo que no conmueve.
Lo mismo, volviendo al tema del trabajo de los creadores y creadoras en su vasta universalidad, ocurre con nuestra función como sacudidores de este mundo apelmazado: una revolución está igual de muerta si se cree que ya no se puede hacer, que si se cree que ya está hecha. Una revolución debe ser un ser vivo en constante sacudón, brindando frutos. Una revolución no tiene miedo de mostrar la verdad cruda: si habla del aborto siente en carne propia el dolor detrás de las familias pobres, cuyas hijas murieron desangradas en operaciones clandestinas; si habla de femicidio nos sacude al desgarrarnos la garganta con cada grito de auxilio que ellas dieron y no escuchamos.
¿De qué nos sirve pintar el más bonito de los cuadros, coser la más bella de las muñecas, si ello no sacude un alma, no genera una pregunta, no conmueve, no interpela? ¿Es lo decorativo trascendente o pasa de moda y enmohece abandonado en el recóndito maletero del olvido? Pa’ que suene la maraca, hay que sacudirla.
Malú Rengifo