Palabr(ar)ota | Lecturas poéticas
11/09/2024.- Suelo decir que hay que desconfiar de la poesía leída; más aún cuando quien lee es el propio autor. Tengo mis razones para ello.
En primer lugar, hay quien lee con una especie de cantilena monocorde, como un canto gregoriano venido a menos, que embota los oídos por artificioso y aburrido, capaz de desbaratar hasta el mejor poema. La excepción sería, en este caso, el poder que Neruda era capaz de insuflar en sus versos al leerlos en voz alta, a pesar de su detestable nasalización.
En segundo lugar están los que, con un cierto talento teatral, parecieran dotar al poema leído de un valor que excede en mucho el que esos mismos versos muestran en el papel. Modulaciones, silencios, gestualidad y desplazamientos pueden engañarnos momentáneamente y favorecer la percepción de una calidad que no se encontrará al desvestir al poema de la parafernalia de la declamación.
En tercer lugar, siendo el ritmo uno de los elementos esenciales de la poesía, algunos poetas son incapaces de lograr que el auditorio se sintonice con, digámoslo así, el tono melódico que el lector encontrará cuando se enfrente al poema impreso. Esto de sintonizarse con la musicalidad intrínseca del poema posiblemente sea la mejor justificación de la lectura en voz alta, y es algo que se aprecia en su justo valor cuando se escucha a los maestros leer su obra.
Intento, pues, no formarme opinión sobre la calidad de una producción poética hasta no enfrentarme a ella, en el encuentro a dos entre el lector y la página.
Lo cierto es que las lecturas de poesía están lejos de desaparecer, y tal vez no sea eso lo deseable. En el peor de los casos, seguramente cumplen algún tipo de función social; pero ¿quién puede negar que, excepciones aparte, suelen ser un extraordinario ejercicio del ego, donde todo abunda menos la modestia y la brevedad? ¿Quién no se ha enfrentado a uno de esos lectores que, una vez que se apropian del micrófono, luchan denodadamente por no soltarlo mientras quede al menos un oyente en la sala? Convencidos, por cierto, de que quienes los oyen están transportados por el hechizo de su palabra y no, como sucede con frecuencia, aburridos y adormilados.
El fenómeno es ubicuo y atemporal. Para probarlo, leamos el siguiente poema de Charles Bukowski.
Lectura poética
Las lecturas de poesía han de ser de las cosas más tristes y terribles
la reunión de los hombres del clan y las mujeres del clan
semana tras semana, mes tras mes, año
tras año,
envejeciendo juntos
leyendo para pequeños grupos
siempre esperando que su genio
sea descubierto,
grabando cintas juntos, discos juntos,
sudando por el aplauso
leen, básicamente, por y para ellos mismos
no pueden encontrar un editor en Nueva York
o uno
a millas de distancia
pero ellos leen y leen
en los agujeros de la poesía en América
sin intimidarse
sin considerar nunca la posibilidad de que
su talento sea
tenue, casi invisible,
ellos leen y leen
frente a sus madres, sus hermanas, sus maridos,
sus esposas, sus amigos, los otros poetas
y un manojo de idiotas que cayeron
allí
de la nada.
me avergüenzo por ellos,
me avergüenza que deban auparse unos a otros
me avergüenza el ceceo de sus egos
su falta de agallas.
si estos son nuestro creadores,
por favor, por favor, denme algo más:
un plomero borracho en un bowling,
un novato en cuatro rounds,
un jinete guiando su caballo a lo largo de
la barrera,
un barman en el último turno,
una mesera sirviéndome café,
un borracho durmiendo en un portal desierto,
un perro royendo un hueso seco,
un peo de elefante en la carpa de un circo,
el congestionamiento de una autopista a las 6 p.m.
el cartero contando un chiste soez
lo que sea
lo que sea
pero no
Wstos tipos.
Cósimo Mandrillo