Aquí les cuento | Recién llegado (I)

19/09/2024.- Después de un largo viaje, había llegado al Nuevo Circo, descendiendo del bus procedente de su pueblo de provincia. Muchos de los muchachos de allá, durante todos estos años, habían realizado el viaje a la capital. Algunos lograron buenos trabajos y hasta estudiar en la universidad.

Las horas de recorrido sirvieron para armar el expediente de sueños. Corría el año ochenta y dos.

Cruzó la avenida que empieza en la plaza O’Leary y termina en el Jardín Botánico. Ahí fue la primera vez que vio a un héroe de carne y hueso. Se acercó y le preguntó:

—Mi compa, ¿dónde se agarran los por puesto para El Cementerio?

El bombero le respondió amablemente:

—¡Baje hasta aquella esquina, El Cristo! ¡Ahí están los hombres que cargan las busetas! ¡Cruce la avenida con cuidado, que hay mucho loco manejando!

El recién llegado agradeció y abordó la primera camionetica con el aviso rojo que decía: "El Cementerio". Tenía en la mano la dirección de un primo, que trabajaba de caballerizo en el hipódromo La Rinconada. El papel amarillo, de tanto permanecer guardado, explicaba claramente la ubicación de la casa de Cupertino La Rosa. La avenida Los Cármenes del Cementerio era conocida por todos.

El papel decía:

Llegas a la avenida Los Cármenes. Ahí, en una esquina, entre la sexta y séptima transversal, vas a encontrar un árbol de bucare, muy alto. Debajo del árbol, en la acera, está una sombrilla grande, de las que usan en la playa. Ahí está un viejo amigo maracucho, vendiendo frutas y verduras. Lo vas a reconocer facilito porque tiene un perro blanco, lanudo, mansito, que permanece echado al lado de los huacales de madera, y que se hará amigo tuyo si le das un cambur manzano de los mismos que vende el Mara, que es como llama todo el mundo al frutero.

Mira hacia arriba y notarás una rama del bucare. Es la que tiene más flores y que, casualmente, apunta hacia el oeste, precisamente hacia donde está el edificio de la fábrica de telas.

Por esa calle, subes unas tres cuadras y vas a encontrar en una esquina una panadería. Ya a dos cuadras te orientarás respirando el olor de los panes.

En la acera de la panadería, permanece un señor que repara zapatos y que se la pasa peleando con el Portu, porque dice el panadero que esa cantidad de zapatos en la acera es pavosa para el negocio.

Por cierto, amarrada a un poste, ahí mismo, a la entrada de la panadería, está izada una pequeña moto, que lleva muchos años en ese lugar. Pareciera que fue la primera que usó el Portu desde que llegó a la Guaira, en aquel barco de la línea "C". Por ahí te orientas hacia la calle Los Manguitos. Vas a encontrar, a cuarenta metros de la esquina, una mata de mango, debajo de la cual estará un carrito de perros calientes. El muchacho que atiende ahí viene siendo nieto mío. Se llama Robinson. Él no tiene mi apellido, pero todo el mundo lo conoce. Ahí, a media cuadra, está un jeep de los años cuarenta, estacionado, de color gris. Vas a ver la casa, que tiene un jardincito con unos capachos, igualitos al nombre de mi pueblo, rojos y amarillos. Llama con fuerza, porque mi vieja está medio sorda y se la pasa allá atrás, en el patio, donde tiene unas gallinas. Ella se trajo la costumbre del pueblo…

Caminó por todas esas calles que se repiten, mientras caía la noche. No logró encontrar ni la mata de mango ni al mentado perrero. Regresó al frente de aquel edificio de campanas y sirenas, donde un joven de azul hacía guardia para preservar la vida de la ciudad que no duerme.

—¿Puedo pasar la noche aquí? —preguntó.

—¡Claro, compa! —respondió el bombero—. ¡Acomódate ahí! ¡Mañana será otro día!

El viajero se sentó en la escalera y conversó toda la noche con cada uno de los guardias que relevaban el turno.

"Mañana temprano, con buen sol, regresaré al Cementerio", pensaba, mientras dormitaba y los paisajes de la nocturna carretera desfilaban por su mente.

 

Aquiles Silva


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