Psicosoma | Metamorfosis

01/10/2024.- No es fácil hacer un resumen de la vida y menos del año 2024, que está por finalizar. Tampoco es la intención. Trato de describir o transmitir los giros al asumir la responsabilidad conmigo misma, porque casi siempre viví en función de otras personas: hijos e hijas, familiares, estudiantes, padre, madre, pacientes, amigas o amigos del arte, y siempre en compañía de Nómar. . . . . . : amigo y esposo incondicional.

Aprender y desaprender para convivir conmigo misma son nuevos y complejos procesos. Lo hacía poco y era más fácil ayudar y resolver las necesidades de otras personas. Trataba de resolver los problemas sociales y políticos de ese entonces, en la amada Venezuela, y hoy en Costa Rica, donde regreso al principio de mi errancia, cuando salí por vez primera del Perú.

A mitad de 2018, ni siquiera durante el trance que significó el cuidado de la enfermedad de mi esposo, ni por su deceso, pude estar consciente de que debía asumir mi cuidado. Siempre tuve la esperanza de la reversión de la enfermedad y no aceptaba el diagnóstico del cáncer agresivo. La realidad del nuevo estado civil, viuda, se disipó en un instante tres décadas de matrimonio.

Viajé a los brazos de mi madre y mi padre a Lima, pero seguía en modo insomne.

El proceso del duelo sería el encuentro con mi persona. El resto sería un apoyo psicoemocional, incluso reforzado por el recién nacido de mi hija, que era madre primeraiza. Nada aplacaba, sin embargo, el hueco y vacío de la soledad.

En plena reclusión por el covid, al estar conmigo misma, pude darme cuenta y aceptar el nuevo estado civil de viudez. Retomé el proceso de la escritura con los cantos de los pájaros, el vuelo de los colibríes, el cielo celeste de Escazú, los volcanes, los ríos, la embriaguez y el vértigo que me producían el verde y las luces tenues que me animaban. La gata anciana Mitzschah me perdía con sus paseos nocturnos. En cada mirada suya, instalaba sueños. Escuchaba a la madre noche y sus maullidos y ronroneos mientras me levantaba las cobijas.

Sin embargo, desde que empecé a vivir sola, mi cambio ha sido una renovación total. La metamorfosis continúa...

Ya antes de la pandemia estaba en reclusión, en duelo, y después de ella algo cambió cuando empecé a percibir imágenes de las muertes de jóvenes y ancianos. Es cierto: existe un dolor por el desprendimiento del ser amado y por haber vivido un amor infinito y correspondido, con todos sus bemoles y amalgamas de alma, cuerpos, espíritu y energías que aún me sostienen. Hoy me descubre sin hijos ni hijas, con una nueva responsabilidad y necesidad de estar. Me siento menos escindida al reconocer el estar viva.

Los recuerdos y la honra a su memoria siempre están y quizás haya cercanía en mis nuevas mutaciones. Ya esos largos silencios nos hablan de nuestra infinitud. En esas invisibilidades sentidas con todos los seres descubrimos que somos unidades totales sintientes.

Asumí la vida, el sol, la luna, las estaciones del cuerpo y el tránsito al sentir un nuevo amanecer o esos momentos perdurables al respirar y estar consciente. Renacer en el infinito en un día o un instante de lucidez nos ilumina la celebración común y civilizatoria: el ciclo inevitable del devenir que nos posibilita energías que se reciclan en cada organismo vivo y se transforman en vidas microscópicas e invisibles.

En esta noche de luna azul, inmensa y gélida, somos poseídas e incorporadas al ritmo sagrado de conjunciones, de efluvios de los que nadie escapa; del manto de hermandad, creatividad, rebeldía y compasión durante el sueño. Somos frágiles, diamantinas e invisibles ante el encanto maravilloso de estar un momento en el cosmos, en la Vía Láctea. Quizás vibremos al unísono en alegría, sin nada, y podamos integrarnos o disolvernos, por instantes, en un abrazo cósmico.

 

Rosa Anca


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