Tinte polisémico | Hilos rojos en el borde de la plataforma
20/12/2024.- Siempre permanecían muy atentos y vigilantes los niños del barrio La Cuesta, ubicado en un sector a ambos lados de la carretera vieja Petare-Guarenas. Al notar que algún camión cargado con contenedores cilíndricos (pipotes) se detenía en la entrada de la ruta de las cochineras, inmediatamente, los infantes se comunicaban y organizaban, cual unidad militar, y se disponían para el asalto.
Una vez que comenzaban los vehículos de carga el descenso por la cuesta de una carretera de tierra, se aproximaban los niños en formación de cuñas, cual infantes de marina, en carrera silenciosa tras el camión, encubiertos por la polvareda. Así decididos los llamados al abordaje, una vez lo alcanzaban se colgaban del borde trasero de los camiones con sus manos, y sigilosa y hábilmente se trepaban a la plataforma utilizando todo su cuerpo.
Verificaban, entonces, una vez trepados en el camión, el contenido de los pipotes y de los cuales extraerían los sobrantes de la fábrica de galletas, que eran transportados para destinarlos como alimento de los puercos que habitaban en los criaderos y mataderos que se hallaban en la zona.
Los incursores a bordo del camión seleccionaban los trozos de mayor tamaño entre los desperdicios para agilizar la maniobra. Se los entregaban al resto de los niños que aún corrían detrás del camión, con sus brazos y manos extendidos, esperando recibir lo que consideraban un manjar: los remanentes de las fábricas de las marcas de galletas conocidas como Susy y Cocosette. Luego se los repartirían entre todos los participantes de la misión.
Esta maniobra operaba hasta que el conductor se percataba, a través del espejo retrovisor, de los movimientos que ocurrían en la parte posterior del camión. Al notar y verificar cómo lo asaltaban, detenía en el acto la marcha del transporte. Entonces, de inmediato, con decisión, acrobáticamente saltaban los pequeños bandidos del camión, cual experimentados paracaidistas, caían de pie en la carretera y emprendían inmediatamente la retirada, entre carcajadas y a veloz carrera, mientras les daba la brisa en las caras en su huida. Eran audaces e intrépidos. Se habían convertido en una amenaza para el alimento de los porcinos.
Un pasatiempo revestido de todo tipo de peligros se había convertido en un reto para los más osados. Se consideraba parte de un código del comportamiento de los imberbes: correr velozmente entre la polvareda para alcanzar el transporte, montarse en un camión en movimiento, sustraer las galletas sin ser vistos y finalmente escapar triunfantes. Así se ganaban el respeto en el barrio, lo cual se resumía en la expresión: "Ese carajito es cuatriboleao".
¿Cómo terminarían estas orquestadas aventuras infantiles?
En una ocasión, llegó un enorme camión 750. La operación resultaría espectacular. Henry, Calunga y Tito eran los más rápidos y decididos; ninguno alcanzaba los once años. Se inició la sistemática persecución, se abalanzaron conjuntamente y se colgaron, como de costumbre, de la parte trasera del camión, pero la vía de tierra estaba cundida de piedras, arrastradas por las últimas lluvias, que hacían muy irregular el camino para los vehículos.
Los cilindros contentivos del codiciado botín, con la marcha del camión, saltaban, se movían y chocaban entre ellos, y con el piso de acero provocaban agudos sonidos metálicos.
Aún no habían logrado treparse completamente ninguno de los tres pequeños a la plataforma de carga del camión, por los bruscos saltos y movimientos, cuando repentinamente se escuchó un fuerte y desesperado grito de dolor que emitía Henry, quien además se desprendía y caía a la carretera. Instintivamente, Calunga y Tito se soltaron también del borde y se acercaron a Henry para ayudarlo. También se aproximaron y rodearon los otros niños, que corrían para recibir los sobrantes. Todos observaron, con ojos desorbitados de gran sorpresa, que la mano izquierda ensangrentada de Henry ya no contaba con las dos terceras partes de los dedos medio e índice.
Los faltantes de sus falanges no los tenía entre sus manos. Se habían quedado cercenadas debajo de la base de un contenedor que había saltado y caído parcialmente sobre la mano siniestra del osado y desafortunado Henry.
Asistido por sus compañeros de aventura, el amputado, con su mano ya cubierta y vendada con su propia camisa, caminaba con el grupo en el sentido contrario a la dirección del camión, que se alejaba. Voltearon simultáneamente todos, se detuvieron a mirar y a la distancia apreciaron varios hilos rojos en el borde de la plataforma del 750; eran de la sangre de Henry.
Consolaron todos los compañeros al mutilado y, a partir de ese momento, surgió espontáneamente entre ellos cómo llamarían a su compañero de fechorías infantiles. Sería de ahora en adelante "el Mocho Henry". Calunga, que era considerado el más rudo de la pandilla, decía: "Hoy se comerán esos marranos las galletas, pero con los dedos de Henry".
Tito, el más cerebral de la banda, se preocupó por el qué dirían y harían los padres de Henry al saber del incidente. Sin embargo, como tampoco se sabía quiénes eran y en dónde exactamente vivían, se concluyó al poco tiempo —dado que no aparecieron— que, al enterarse de que su hijo asaltaba camiones cargados, cual bandolero, desistirían de investigar y buscar responsables. Imaginó las respuestas y la reprimenda que recibiría su desdichado amigo: "¡Eso le pasó por jodedor y bruto!".
Tiempo después de haber sido asistido en el hospital Pérez de León de Petare, donde fue suturado y curado, Henry se acostumbró a adoptar la posición de ataque y defensa del boxeo. Se cuadraba, mientras todos se reían, alertaban y decían: "¡Cuidao con el mocho Henry! ¡Te puede puyar con los tocones de su zurda!".
Fin
Héctor E. Aponte Díaz
Email: tintepolisemicohead@gmail.com
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