Crónicas y delirios | La República del Este, el poder de la desmesura
La República del Este fue el refugio de quienes soslayaban la verdadera República
25/11/22.- Un joven me pregunta sobre la República del Este, grupo de intelectuales y artistas de años pretéritos que desafiaron la lógica tradicional, y en hilvanes de memoria trato de responderle:
El Viñedo tiene un aire de tasca ibérica con aspavientos de mundanidad tercermundista. Cuelgan jamones y botellas del techo, como sorpresas vivas de Dalí; la clientela grita incongruencias etílicas a volumen agudo y se esmera en oírse sin sosiego; el whisky y la cerveza lidian contra las normas en soplos fugaces; un perro de porcelana se atenaza la cola del absurdo, todo da vueltas alrededor de ejes inconformes. El espíritu espirituoso de El Viñedo desciende de la intransparencia y estimula a la barra para que los ebrios se atraganten de angustias líquidas. El poeta Caupolicán Ovalles, habla sobre lirismos y utopías con otros compañeros existenciales: “¡Otra ronda, por favor!”.
Caupolicán, poeta por los cuatro nortes de la vida, mira hacia el cielo de El Viñedo y su firmamento de caoba, mientras se atusa el bigote y recibe mensajes en lenguaradas que lo confunden. Apura el vaso y él mismo, sin saber por qué, se conmina al grito: “¡Soy Caupolicán Ovalles, el Padre de la Patria, y mi Patria es la República del Este! He dicho”. Y los demás lo abrazan, como si aguardaran la proclama fundacional de 1968, “¡Vivaaa el Padre de la nueva República del Este, brindemos, cantemos, caigamos en las mundanas tentaciones, la noche es propicia y larga, que los dioses y mecenas nos acompañen, y que Omar Khayyam se instale para siempre a nuestro lado!”.
Pronto la República del Este fue el refugio de quienes soslayaban la verdadera República, la institucional y estatuida, la de las leyes y prebendas, la que imponía los signos del estatus. Los bares insurrectos se ramificaron por las calles de Sabana Grande como una fiebre del desvencijo, y a sus huestes se incorporaron artistas añorantes de París y Roma, actores descarriados, poetas de la aflicción y la rabia, estudiantes de cien vocaciones y ninguna, exguerrilleros de la lucha contra Gobiernos sumisos de otros Gobiernos, damas racionales o irracionales, escritores, novelistas, artistas, borrachos todos.
Los profetas de la Nada tomaron por asalto las derrotas y se enjugaron las lágrimas frente a las barricas de vino, jamás calculaban el tiempo nocturno, vivían para el testimonio de los próximos minutos y escribían versos sobre las blancas lunas de servilletas de papel.
Caupolicán no planificó, pero así ocurrió, que la barahúnda se alojase en el Triángulo de las Bermudas, formado por Al Vecchio Mulino, el Franco´s y el Camilo, tres sitios cuyas honduras impedían saber si los parroquianos-poetas saldrían ilesos de sus aguas ardientes.
Mientras la República del Este florecía en su disonante infortunio líquido, la Patria de veras navegaba entre la burocracia de dos partidos políticos que se repartían el poder; con represión, maña y mafia de votos, corruptos a la medida del botín, eruditos falsos y militares obesos. Los principios podían licitarse en el mercado bursátil, el porvenir se escurría tras las esquinas, el desaliento formaba parte de la agenda del revés; más valía entonces para algunos desvalidos, asfixiarse de raudos licores y congojas de taberna. Tampoco era forzoso pregonarlo: la eternidad soloo alcanzaba para atenazar la bohemia y el axioma fondo blanco.
La República del Este no suscribe manifiestos como otras agrupaciones; “¿para qué, carajo, si la vida se convierte también en un pedazo de muerte que llevamos encima”, susurra el poeta Luis Camilo Guevara, defendiendo sus dos victorias importantes: nacer y morir. Caupolicán da un traspié, estrecha a Luis Camilo y se empina sobre una de las sillas tabernarias para respaldarlo. Las masas briagas aplauden con frenético entusiasmo el discurso del presidente Ovalles; el laureado Adriano González León se resguarda en la validez de la literatura oral (porque ya carece de insigne tiempo para la escrita); Elías Vallés, dueño de una funeraria o Gran Enterrador de la Comarca, se autodesigna como mecenas de los beodos; el historiador Manuel Alfredo Rodríguez truena arengas que hacen vibrar los nuevos vientos.
Manuel Matute y varios cofrades psiquiatras auscultan la locura y la locuacidad colectivas; músicos y pianistas tocan piezas de improvisación inmediata; los pintores no cesan –cual rayo nocturnal– de colorear manteles y cartas de menú; los periodistas corren falsas noticias nimias o grandiosas; actores y actrices escenifican dramas que parecen cómicos y sainetes que resultan funestos; y toda la concurrencia exhala inspiraciones y transpiraciones de botiquín, a la sombra asombrosa del otro país: el ajeno, el devastado, el foráneo.
Los republicanos se juntan para compartir la soledad y la aflicción, el dolor y los fracasos genéricos, las derrotas políticas de los años anteriores y las decepciones de la izquierda en una peña sin pautas, donde únicamente se exige la hermandad del compañerismo. La tertulia ironiza ideas, socava con desmesura lo estatuido y se ríe de los pedestales del mundo, como si nada más el momento fuese trascendental. “Tomemos, insomnes, el este único de nuestra Patria única y sorbamos copas absolutas y disolutas”, predica Caupolicán a voz de vocablos licorosos. “Bebamos mientras vivamos, pues vamos a estar mucho tiempo muertos”, exhorta el múltiple Orlando Araujo, autor de Crónicas de caña y muerte.
Al igual que la nación de veras, la República del Este organiza elecciones, pero sin fraudes ni escamoteos, para designar al Presidente constitucional (aunque siempre el Padre de la Patria será Caupo), y las mismas se celebran con urnas paródicas y actas de estraza en uno de los bares habituales. Después del escrutinio público, transmitido por radio en las entonaciones de Alfonso Montilla, se fija el egregio día de la toma de posesión del mandatario electo: Adriano González León, de arlequín comicial, toma el juramento de estilo a Manuel Alfredo Rodríguez y declara el arranque del convite sin término. Francachela burlesca, calco mordaz, facsímil falso. Y luego, con mediación de los elíxires, el nuevo Presidente designa su gabinete: Primer ministro, ministro del Interior, ministro de Asuntos Trascendentes y del Más Allá, ministro de Recursos Hidráulicos y Agro, ministro de Servicios Médicos Especiales, ministro de Protocolo y Secretos de Estado. David Alizo y Mary Ferrero deciden constituir la revista que los identificará; La Canción de los Bebedores, himno de la República con letra de Adriano y música de Edgar Alexander, sirve a una coral estridente: “Tomaremos la mar, los bebedores/ tomaremos del cielo su emoción/ los bohemios inventan sus amores/ vamos a celebrar nuestra canción”.
Soledad del solo alcohol, artilugio ineficaz de fijar fronteras y límites. Por eso el tiempo, animal de muchas pelambres, marca lentamente de inconsecuencias a la República del Este; por eso sus críticos la crucifican con diatribas infinitas y cólera entre hermanos. Evidencian los antagonistas que en el Triángulo de las Bermudas tuvo sitio honorífico (y chequera de brindis) un policía represivo que antes persiguió a muchos camaradas; alegan que distintos republicanos se unieron a las filas adversas como burócratas, diplomáticos y becarios exquisitos, denuncian que el grupo acogió en su seno a personajes del establishment político y escritural.
La República, quizás por agobio propio, va pareciéndose a la otra nación que desea borrar. Surgen los golpes de Estado, se incorpora un tropel de advenedizos de diversos mundos mundanos, el peculio escasea y también los mecenas generosos; y cuando se inaugura el Metro, un profético Caupolicán vaticina: “Por ese hueco llegará la gente que nos echará de Sabana Grande”. Entonces, sus sitios de farra agonizan ante una circunstancia que no les pertenece. Los escritores, artistas y poetas determinan el traslado a orillas de la urbanización Las Mercedes, pero ya nada podrá recobrarse, nuevos tiempos sellan la dispersión del grupo.
El calendario señala el 2008. La antigua República del Este es un hígado redondo que se extiende hacia otros órganos del cuerpo humano; y ya el balance arroja más de 120 compañeros muertos en batalla de destilación (entre ellos, todos sus héroes inaugurales, sus máximos poetas, sus galardonados con el Premio Nacional de Literatura), sus pintores famosos. Adriano González León, ya abstemio por orden médica, un día antes de irse él también, observa el nostálgico territorio del bar levitando hacia las nubes y se acuerda de Omar Khayyam: "Voy por el camino con mi sombra y mi botella, menos mal que mi sombra no bebe".
Y habla Adriano del ajenjo de Rimbaud y Baudelaire, y escucha a Miyó Vestrini cuando pregonaba el derecho “al sueño, a la locura, al amor pleno y estallante”, y la descubre más tarde en la bañera de su casa luego de una sobredosis de sedativos; y exalta de júbilos a Salvador Garmendia y Ludovico Silva, advierte las estampas inquietas de Baica Dávalos y Marcelino Madriz (“¡Peligro!, borrachos en la vía”), mira los ojos-luz del Chino Valera Mora que amaneció de bala como su poema y no aguantó el ataque al corazón, y vuelve a cantar un himno perpetuo por las copas fondo blanco y la dolida salud de los ebrios eternos.
Igor Delgado Senior