Aquí les cuento | Un canto de gallo salvó la patria
18/04/2025.- La morocha afirmaba: "¡Nadie, en su sano juicio, sería capaz de hacer esas cosas!".
Y a esta hora de la mañana, en que la recuerdo, una vez más le concedo razón.
¿Dónde tenía la cabeza cuando me embarqué en esa aventura? Definitivamente tenía que estar loco.
El empresario conocido me dijo: "¡Sube, que vamos a hacer la operación! Sin preguntar, ya estaba a bordo de aquel carro Jeep cuatro por cuatro donde, sonriente, me recibiera el camarada José, con quien tantos caminos y aventuras transitamos en la vida, además de dos jóvenes desconocidos.
Avanzamos un corto trecho por las calles del pueblo hasta llegar a un cuartel, donde los vigilantes, sin mediar palabras, franquearon la entrada. En un patio fuimos recibidos por un oficial barrigón, quien ordenó cargar tres baúles de madera con asas de mecate. El militar exclamó: "¡Ahí llevan noventa kilos. Eso será más que suficiente!"
Y de inmediato partimos con rumbo al sur.
A medida que avanzábamos, se fueron sumando a trechos dos vehículos similares al que nos conducía.
Mis ojos cargados de preguntas se posaban en la mirada del cámara José, quien con su habitual sonrisa me hacía entender: ¡Tranquilo, camarada, vamos bien y estamos acompañados por buena gente!
Eso fue lo que comprendí de su mirada.
No podía dudar de que, en el transcurso de medio siglo de recorrido, pudiera torcer el rumbo de nuestra consecuente lealtad con los ideales, a los que habíamos dedicado lo mejor de nuestros años.
Las armas que no había visto empezaron a aparecer, en un momento, mientras dormitaba en el compartimiento trasero del yip, donde con José y dos jóvenes más compartía los asientos; ya todos habían cambiado su vestimenta de paisanos por uniformes camuflados de uso militar. Lo único que no era de uso castrense eran las gorras, que correspondían a un equipo de beisbol, con la imagen de un guerrero piel roja.
Al despertar me encontré con que ya tenía puesta una guerrera idéntica a la de mis acompañantes, del pantalón solamente faltaba por ajustar la bragueta. Del resto, hasta el cinturón estaba colocado en las trabillas.
Tenía un fusil Ak sobre las rodillas y un par de granadas del tamaño de un mango de bocado en los bolsillos de la camisa.
Al cabo de muchas horas de viaje, sin ver la luz del día, llegamos al territorio donde se realizaría la operación, de la cual no tenía la menor idea. Algo terrible presentí.
¡Estos verracos andan en algo feo! Pero ¿Qué carajos hace el camarada José en esto?
El portón de la prevención fue abierto por dos guardias, quienes saludaron, en posición de firmes, la caravana que ingresó al lugar de la operación.
En una valla ubicada a escasos treinta metros de la alcabala se leía: "¡Bienvenidos!".
El espacio estaba lleno de grandes torres de transmisión de energía.
La avenida del complejo permanecía iluminada mientras continuamos la marcha, hasta que los autos se estacionaron al pie de una enorme montaña de concreto. Una especie de talud hecho por la mano del hombre. Estábamos en la base del dique más grande que mis ojos hubiesen visto en la vida.
Al descender de los tres vehículos, quien fungía como líder de la operación organizó la formación y ordenó:
—Somos dieciocho soldados. Nos dividiremos en tres equipos; cada uno llevará una carga. ¡Ya todo está coordinado! ¡Los puntos de colocación están predeterminados por los ingenieros y militares de la guarnición leales, que forman parte de la operación!
Dicho esto se volteó y me ordenó.
—¡Usted llevará este maletín con los detonadores!
Sin salir del asombro busqué la mirada y la sonrisa aprobatoria del camarada José, quien deliberadamente había cambiado de grupo y levantaba junto a otro desconocido uno de los cajones contentivo de explosivos.
Empezamos a subir el dique, por las vías de acceso primorosamente construidas, y llegamos a la cumbre. La luna llena se reflejaba en aquel mar de luz enclavado en la selva guayanesa.
En ese momento de la noche infinita tomé conciencia de mi ubicación. Ellos sabían dónde estábamos y a qué habían venido. Y lo peor era que yo estaba con ellos.
"Pero ¿por qué, si nunca me presté para realizar ninguna operación que abochornara a nuestro país?... Y el camarada José ¿cómo pudo comprometerse a esta vaina? y ¿meterme a mí en el problema?"
Los fusiles los habíamos dejado en los carros. Esa fue la orden.
Tenía que hacer algo. Lo primero que se me ocurrió fue empezar a correr, con el maletín de detonadores sobre el dique de aquel embalse gigantesco para evitar que detonaran los noventa kilos de muerte.
De los malvados, ocho emprendieron la persecución. Ninguno tenía arma de fuego, pero sería cuestión de minutos lo que tardarían en darme alcance.
Corrí, corrí con todas las piernas multiplicadas hasta llegar al borde mismo del dique, que se eleva ciento sesenta y dos metros del suelo. Me detuve un instante y lancé el maletín lo más lejos posible. Este empezó a hundirse hasta desaparecer bajo la superficie de plata del lago. Los cazadores esgrimían filosos cuchillos, cuyas hojas de plata brillaban bajo la luna.
El camarada José no estaba entre ellos.
Sin dudar un instante, salté al vacío.
En pleno vuelo percibí el impetuoso canto del gallo esa madrugada.
¡Desperté!
¡Se salvó la patria!
Aquiles Silva