Aquí les cuento | Volver a comer cangrejo

25/04/2025.- Nos cruzamos en la esquina de la plaza Bolívar. El viejo camarada Rómulo Tarache terminaba de tomarse un espumoso con leche en la panadería. Antes de abordar su camioneta Ford F100 color azul. Cargada en la cajuela por dos pipotes y un par de cántaras de aluminio, aseguradas de las barandas con un grueso mecate.

Me miró y con su apresurado y tequenito caminar me habló:

—¡Camará, lo espero el próximo viernes a la una en punto en la colina! ¡No falte, mire que vamos a tratar un asunto de suma importancia!

Me extendió su mano derecha y nos despedimos sin ningún otro comentario. Abordó su vehículo y partió rumbo a su finca Tierra Caliente.

El viejo camarada había dejado la lucha en los años ochenta, y sabiendo lo difícil de cambiar "orden de las cosas", y conociendo por los estudios la dinámica y la ciencia del capital, optó por dedicarse a los negocios, la agricultura y la cría de animales. Todo lo que emprendía le daba buenos resultados. Quienes le conocieron desde entonces, afirmaban que aquel ser tenía, levitando sobre sí, una buena estrella.

La voz de aquel hombre es el agradable trueno que presagia las anheladas lluvias.

Bien pudo Rómulo Tarache dedicarse a la radio. Solamente con el manejo del potente cacho de su garganta, podía haberse hecho una vida en el arte de la comunicación.

No había en esos años ninguna organización política de izquierda que tuviera serias intenciones de luchar por la toma del poder. Los líderes de los grupos diasporados se desgastaban en la defensa a ultranza de sus posturas, en los laboratorios Faema del Gran café y otros espacios de fácil acceso, bajo la vigilancia digital del tiempo en la azotea del edificio de seguros.

Las orientaciones esperadas en los pueblos y los contactos con "los dirigentes" tampoco tenían regularidad ni fecha definida, en procura de un avance significativo hacia el objetivo estratégico.

Muy de vez en cuando, aparecía el profesor y el estudiante universitario de vacaciones que, abriendo un espacio al cuajao o a los bojotes de hallacas con panetone y vino tinto, se reunían con los "líderes naturales" de los pueblos para pasar revista sobre los acontecimientos recientes: la lucha con los terratenientes, las campañas de alfabetización, las lecturas de La madre y Así se templó el acero, la indagación sobre los aportes de Georges Politzer o Mao, los manuales de economía política de la Academia de Ciencias de la URSS y otras lecturas realizadas. Revisaban los periódicos clandestinos y las bateas de impresión ocultas de la mirada inquisidora de los Cazadores, que peinaban los caseríos buscando al gringo aquel de los envases de vidrio secuestrado por los compañeros y que servía de argumento y justificación para asesinar a tantos jóvenes en esos años del siglo pasado.

El camarada Rómulo era de aquellos hombres acostumbrados a sellar con tinta indeleble sus expresiones.

—¡Camarada, perdone mi demora! —le dije.

Había llegado diez minutos retrasado al encuentro con nuestro singular personaje. Después de haber despachado a los muchachos de la clase.

—¡No se preocupe, camarada! ¡Mire que por ahí deben venir los demás!

Cuando le pregunté sobre quiénes eran los otros convocados ahí, al escuchar de sus labios los nombres, supe que de algo importante se trataba. Eran cinco más, todos compañeros probados en la lucha durante todos esos tiempos de resistencia.

"Bueno, ¡me tocará otra vez! ¿Qué voy a hacer? ¿Qué más pendejo puedo ser? ¡A echarle bolas!". Ese era mi soliloquio.

La expectativa era tan grande que, aunque no tomaba nada, de esos productos embotellados le acepté una polarcita al camarada mientras esperábamos la comparecencia de los demás convocados.

Con estos compas conocidos, reconocidos y respetados por mí, era seguro que emprenderíamos una contundente organización para aceitarle las bisagras a la historia.

Las manecillas del Seiko 5 en mi muñeca derecha indicaban las trece horas y cincuenta y cinco minutos.

—¡Cuando sean las dos, me avisa, camará!

Al transcurrir los cinco minutos, levanté el brazo y, doblando la mano empuñada contra mi nariz, le indiqué que mirara la hora. Eran las dos en punto.

El camarada Rómulo Tarache manifestó:

—Bueno, camará, tendremos que resolver nosotros dos este delicado asunto…

Ajusté la silla y me enderecé con la mejor pose posible para atender a mi apreciado convocante.

En ese momento, orientando su rostro hacia la barra del restaurante, le habló con su voz de trueno a Rafael Montañez, encargado de aquel negocio.

—¡Es hora, Rafael! ¡Traiga!

Rafael Montañez, sorprendido, preguntó:

—¿Y los demás?

—¡No le pare, mi amigo! ¡Traiga y más nada!

Pasaron cinco minutos cuando la señora Nidia —esposa de Rafael y procedente de Güiria— se acercó a la mesa con la primera bandeja de lapa guisada. Era primera vez que tenía ante mí tan exquisito bocadillo. Aquello estaba acompañado por ensalada, mapuey sancochado y tostones de topocho tierno.

—¡Vénganse! Coman con nosotros… —llamó el camarada Rómulo a don Rafael y la señora Nidia, su esposa. Comimos y repetimos hasta quedar timbos.

Esa inolvidable tarde la recuerdo con mucho amor.

La señora Nidia, sonriente, nos contó que allá en Güiria la gente pregunta qué es mejor que comer cangrejo, y los presentes responden: "¡Volver a comer cangrejo!".

Aquí en El Valle sería otra la pregunta y, desde luego, otra la respuesta…

 

Aquiles Silva


Noticias Relacionadas