Micromentarios | Entre inyecciones te veas
Una experiencia (¿traumática?) en el origen de una fobia
17/01/23.- Temo y odio las inyecciones. De hecho, en una ocasión en que debían colocarme una pedí que, previamente, me aplicaran anestesia general.
Sé que algunas personas –especialmente mujeres–, considerarán lo anterior un acto confeso de cobardía, pero, como todo el mundo sabe, se requiere mucho valor para admitir que se tiene miedo. Y yo lo admito.
Sentir que una aguja perfora mi piel y hurga las calles y avenidas por donde transita mi sangre es terrorífico. Para mí lo es tanto como sufrir una trepanación mientras veo un partido de fútbol o béisbol o mientras degusto una excelente novela policial.
Dejar que me pongan una inyección es superior a mis fuerzas. Cualquier tipo de estas, desde las que se administran mediante agujas pequeñas para insulina, hasta las que se emplean para adormecer elefantes. Por cierto, a todas las veo similares a estas últimas.
Supongo que es un trauma de mi infancia. No recuerdo una sola inyección que no suscitara un escándalo.
A los seis años, mi pediatra debió perseguirme por el consultorio y, con ayuda de una horrible enfermera con un forúnculo en la mejilla derecha, me capturó. Tras atarme con una larga cuerda, me suspendió en el aire mediante una polea que pendía del techo.
Luego, entre ambos amarraron cada una de mis piernas a sendos ganchos como para tiendas de campaña que había en el suelo. Una vez indefenso, no les costó nada bajarme los pantalones y los interiores y dejar mi trasero al aire.
Desde un extremo del consultorio, el pediatra tomó una cerbatana de poco más de medio metro de largo, que colgaba junto a su diploma de la Facultad de Medicina de la Universidad Central de Venezuela. Se la había comprado a un miembro de la etnia yekuana, durante una excursión hecha por la Gran Sábana.
El matasanos apuntó a mi nalga derecha y ¡suiss! la inyección que portaba un antibiótico voló hasta donde yo me debatía con las ataduras y, con notable puntería, se insertó en mi glúteo derecho.
Recuerdo haber gritado con tal intensidad que se rompieron dos ampollas con un líquido blancuzco que el médico tenía encima de su escritorio, al lado de una foto suya con el doctor Pastor Oropeza, quien décadas atrás había dirigido la campaña para erradicar el paludismo de Venezuela.
Mi madre contaba una versión tendenciosa. Que como mi pediatra era el doctor Manuel Antonio Malpica –el mismo que fue mánager del equipo venezolano campeón del mundo en béisbol amateur, en 1941–, me preguntó cuál era mi equipo favorito y, mientras yo le decía que los Leones del Caracas, me bajó los pantalones, me inyectó el antibiótico y yo ni me di cuenta.
Tras una experiencia como esta, resulta obvio que no sienta la menor simpatía por las inyecciones y las inyectadoras. Y es que hasta escribir ambas palabras me da grima.