Crónicas y delirios | Carnaval frente al espejo

17/02/23.- No, queridos lectores, actualmente no estoy disfrazado ni poseo máscara de circunstancia cumbanchosa, sino que rememoro solo y en soliloquio aquellas imágenes virtuales del pretérito, cuando el Carnaval se nos venía encima tan bailando y tan gozando. Ya no echamos "una cana al aire", según asentaba el antiguo refrán para indicar cualquier lance de parranda, porque ahora nuestra propia testa canosa nos encana dentro de las irradiaciones de la TV sin cable (¡y a veces comiéndonos un ídem!).

Si devolvemos la película vital a tiempos antediluvianos, nos encontraremos con un niño de similar rostro que el mío, cuyo disfraz de vaquero del oeste norteamericano lo iguala a centenas de infantes idénticos: camisa a cuadros, sombrero, botas gruesas, revólver de pistón y que ruge: ¡Coman, boys! por el lado derecho de la boca. Luego, hallamos al mismo niño con atuendo del luchador Dark Buffalo y su máscara oscura e insidiosa. Más tarde aparece un joven plural que se hace llamar Tamakún, como el "vengador errante" de la radionovela de moda, quien viste de blanco, usa capa y se corona con un sugestivo turbante.

Transcurren algunas carnestolendas por el río de las festividades patrias, y observamos luego cómo el dictador Marcos Pérez Jiménez echa un pie de baile con la encopetada doña Flor en el Círculo Militar de Caracas, para inaugurar las festividades del Rey Momo. Después, sigue el desfile de carrozas por las calles principales, hay comparsas de todo tipo, las reinas del carnaval lanzando besos y caramelos, los muchachos con gritos de "¡Aquí es, aquí es!", para que les llegue certeramente su envión de golosinas. Pan y circo, pues, a los fines de la subsistencia dictatorial.

Más creciditos no nos perdemos el "babarabatiri" generalizado: los carnavales capitalinos toman por asalto tumultuoso las plazas públicas y los sitios y hoteles de moda (los clubes Casablanca y Las Fuentes; los hoteles Tamanaco y Ávila). Es la época de los cantantes salseros que llegan a visitarnos colmando la rumba; el lance de las lanzadas "negritas" susurrándonos: "¡A que no me conoces, a que no me conoces!"; la moda del disfraz de "relámpago", mediante el cual las mujeres se ponían un abrigo sin nada debajo, y en medio del baile se lo abrían y cerraban velozmente al tiempo que decían: "¡Relámpago, relámpago!"; la estación de los templones de amor en los templetes, el agua ardiente de cualquier producto licoroso, el cénit sonoro de las orquestas Billo´s Caracas Boys, Los Melódicos y Porfi Jiménez, y el mandato general e ineludible de "A gozar, muchachooos".

El martes de Carnaval es la hecatombe del agua, de los embadurnes con harina mojada, azulillo, huevos podridos, negro-humo y demás sustancias nocivas, como un atávico legado de la época colonial que trató de eliminar con escaso éxito el gobierno de Antonio Guzmán Blanco, pues dicha costumbre, hoy quizás en decadencia, persistió durante muchos años. Si alguna vez pecamos de ese dislate, ahora nos arrepentimos con lágrimas verdaderas (y no de cocodrilo enmascarado, por supuesto).

El espejo de lapso retrovisor me indica las semanas de disfrute prolongado, donde al Carnaval seguía la octavita, a esta el carnavalito y por último "el repele del carnavalito", o sea, 28 días de rumbo rumbero y de la música en volumen agresivo, a lo cual debemos la mitad de la audición en nuestro oído medio. Y quienes no deseaban quedarse en las ciudades, se iban "Pa la playa, mano", demostrando que el carnaval es una fiesta pagana, o sea, que se paga por  todo (el alojamiento, el toldo, las sillas, las empanadas, las cervezas, el pescado frito, los tostones y no pare usted de contar… la plata que lleva).

Cuando arriba el Carnaval, a quienes hemos cumplido sucesivos lustros bailando en las tarimas de la existencia, nos entra una especie de nostalgia mañosa, un nosequé dentro del esqueleto alegre, unas ganas promiscuas de empatarnos con las "negritas" exuberantes del pasado y susurrar como Lucho Gatica: "Reloj, no marques las horas..." porque de lo contrario voy a envejecer… más de la cuenta.

Igor Delgado Senior

Igor Delgado Senior


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