Letra veguera │ 4F, un día para siempre
08/03/23.- En días pasados, el 4 de marzo, el Presidente Nicolás Maduro rescató de un inexplicable olvido el libro Un día para siempre. Treinta y tres ensayos sobre el 4F, editado por la entonces Red de Escritores Socialistas de Venezuela. La edición contiene un prólogo que me fue asignado para entonces por la comisión editora.
Ese volumen recomendado por el Presidente en su cuenta de Twitter, en el contexto de los diez años del fallecimiento del Comandante Hugo Chávez y de un importante evento de carácter internacional realizado en Caracas para debatir el legado histórico del líder de la Revolución bolivariana, estaba —y de algún modo sigue estando— en un anonimato aún más extraño e implacable, hasta el punto de que la imagen pública del libro publicada en el Twitter presidencial resaltando la importancia de su lectura omite mi nombre en la portada, mi autoría del prólogo.
Hoy lo publico en mi Letra veguera con la esperanza puesta en una posible reedición de la obra que reúne a treinta y tres destacados intelectuales venezolanos, sus reflexiones sobre el 4F y su abarcante dimensión que transformó la historia contemporánea de Venezuela.
I
¿Cómo sobrevivir a la múltiple y fértil tentación de regresar, veinte años después, por el mismo sendero de huellas marcadas en los plurales caminos que nos dejó y ahora nos conducen al 4 de febrero de 1992? Esta interrogante comporta para mí una vigencia perentoria, quizás con plazos tan necesarios, que ojalá ningún pretexto los desdibuje o sustituya por los espejismos recurrentes de la historia.
“Hubo un antes y un después que significó el nacimiento de un proyecto político solicitado por el pueblo”, ha dicho el Presidente Hugo Chávez.
Es el pasado pensado en el presente, no solitariamente sino en el corazón palpitante de la multitud, en su viva y sonora horizontalidad. Todos con Chávez veinte años después frente a otros entramados, otros colapsos; unos propios y otros que no nos son ajenos, porque se expresan con tanto énfasis en el globo terráqueo, tales son sus campanadas, que nos hacen mirar el borde del futuro, por lo que no hay tiempo para preguntarse si dos más dos son cuatro ni visitar a Maquiavelo.
II
El pasado tiene enseñanzas que no solo tocan a los historiadores. José Carlos Mariátegui decía que era necesario explorar los nuevos símbolos que iban apareciendo en el paisaje ya descubierto por ellos mismos, atiborrado de contornos conocidos desde hacía un siglo en Hispanoamérica.
No se trata de regresar a parajes adánicos, sino de volver a las calles de Venezuela para otorgarle sentido a esa extraña disciplina que es la historia descifrada, repasada, de cara a la escenografía de la Revolución.
La tarea de enhebrar el hilo se ha cumplido, en principio, con acierto. La unidad profunda de estos textos tiene un correlato con la fuerza y el vigor de la reflexión colectiva que acompasa la movilización masiva del pueblo protagónico, vigilante, combatiente y defensivo de sus conquistas, entre ellas su más patrimonial y afectiva pertenencia: el liderazgo de Hugo Chávez.
En eso estamos todos los reunidos en este libro conmemorativo, zurcido con las ideas, el análisis, el corazón añejado, la íntima visualización, la sangre hirviendo; un libro hecho con las manos y las retinas, asistidos todos por los espíritus de la sabana, por los rancios retratos de la antigua familia, por los gigantes y diminutos y a veces invisibles dioses colectivos, que son los ojos del pueblo viéndose a sí mismo.
III
Al fantasma que sale del cuarto oscuro ya no le tememos: él se espanta de nosotros. Huye, retorna a la caverna de donde salió y convive con otros espectros de la historia de este país renacido, que aún evidencia sus costras de sangre —no hay por qué ocultarlas—, pero en cuyos pliegues luce un epígrafe que deletrea su sueño, su más degustable epopeya, la nuestra, no la que otros intentan imponernos para distraernos: el “Por ahora” es nuestro amuleto contra la mala sombra.
No venimos de la nada, o sí: cargamos a cuestas con los escombros de una Venezuela paradójica, reluciente y aviesa. Una Venezuela confeccionada por una dirigencia política cruel, inicua, incalificable, que hasta la retórica (“gracias a la providencia”) y la activación de a veces insospechados, pero formal y constitucionalmente justificados mecanismos represivos, implícitos en la estructura de aquella “democracia representativa” para expeler todo síntoma de disidencia ideológica o reacción popular, les sirvió de sostén (cómodo recurso inocultable en los discursos del poder hasta 1999) para mantener insólitamente un decorado cuyo fondo siempre estuvo en off.
Desde hace más de tres décadas en off estuvo el cúmulo de voces y cuerpos que fueron callados y masacrados, pero sobre todo desde entonces, en los primeros planos del paisaje de la Venezuela petrolera, y en alto relieve, y camuflados por el consenso y el dopaje de nacionalismo que mareó a la sociedad venezolana cada que vez que estallaba un pozo de petróleo en sus narices, se mostraban las corporaciones privatizadoras, el libre mercado, los garfios del Fondo Monetario Internacional, las deudas, externas e internas, originadas en los negociados entreguistas de las élites criollas; en fin, la tramoya del neoliberalismo que tarde o temprano venía por nosotros como un lobo sonriente.
¿Quién olvida aquellas delirantes “medidas económicas extraordinarias” adoptadas por un jocoso, parlanchín y atlético Carlos Andrés Pérez, que recibió de “la providencia” una riqueza salvaje para diseñar el presupuesto de esta nación que dirigió junto a las castas del puntofijismo hasta 1989, cuando el pueblo le encajó un puñetazo en pleno rostro?
Tal fue el Caracazo (o el carajazo) y la triste porción de sangre que aún llevamos por dentro, que sin él hoy estaríamos en otra parte.
Así, el hombre que caminaba también dejó de hablar. No más semántica; aunque congelada, y vaya que inusitada resurrección, convertida en ícono de quienes aún profesan la nostalgia por aquel país del más nunca jamás; otros hablaron por él.
IV
En 1974 Alfredo Maneiro, tildado muchas veces de profeta en un sentido extrañamente quiromántico, pero reivindicado en su ternura, inteligencia, audacia y conciencia revolucionaria por Gustavo Pereira en su Elegía, “su verdadero nombre era sabiduría”, describió a una Venezuela pintada en las siguientes líneas con lucidez angustiada:
Cuando el entonces Presidente de la República Rafael Caldera pronunció su optimistasalutación de Año Nuevo, dijo que “gracias a la providencia” en este quinquenio se contaría con los recursos para liquidar definitivamente el subdesarrollo. Puede discutirse el pronóstico del ex-Presidente. Pero lo que es indiscutible es que desde entonces se orientó hacia el “milagro” la explicación de las ejecutorías de AD...
Tal y como venía marchando el “mundo de los negocios”, la entrada en escena de los nuevos y cuantiosos recursos arriesgaba un abultamiento de la evidencia de los “desarreglos” sociales hasta niveles de escándalo. Una situación tal sería de imprevisibles consecuencias, y a esta sociedad nada la conmueve más que la incertidumbre. A la luz de los ingresos había que salvar al capitalismo de la voracidad de los capitalistas, y era demasiado notorio que los niveles “razonables” de ganancias alcanzaban, a menudo, proporciones de estafa.
Las condiciones generales eran propicias para intentar un acomodo de nuestra estructura a los nuevos ingresos. Acomodo, claro está, que la fortalecería.
Esas condiciones eran, básicamente, dos: la debilidad profunda del movimiento popular; la merma de la conciencia de clase entre los obreros y, en consecuencia, su reducida significación política; la lastimada confianza en sus propias fuerzas de importantísimos sectores de masas; en fin, todo un conjunto que la más de las veces inducía al escepticismo resignado o hacía fluctuar entre la ilusión y la desesperación. La otra condición era la refortalecida existencia de Acción Democrática. En efecto, en la nueva circunstancia, AD aparece como un partido particularmente dotado como carta de triunfo. Su experiencia administrativa, la veteranía reformista de un conjunto organizado de cuadros con las organizaciones de masa, su madurez y sabiduría en su conocimiento y trato con la izquierda, a la cual le conocen sobradamente su debilidad de principios, su inconsecuencia y su vanidad, en una palabra, su precio. Cosas como estas hacen de AD un partido (si de partidos se trata) insustituible para esta ocasión.
V
Advertidos por Maneiro, con su estelar diagnóstico, convertido casi en un instructivo para comprender el avance agigantado y el temple devastador del neoliberalismo entrando por las puertas de Miraflores, cocteleando en Consejo de Ministros, hablando en su idioma de origen y jugando a nuestras bolas criollas en nuestro propio patio (dícese de la soberanía reducida, humillada y suprimida), la Venezuela de entonces, en manos de unos forajidos, intentó renovar su contrato de recolonización mediante la imposición de una receta que incluyó el uso de las Fuerzas Armadas, por si acaso el paciente se resistía a ser llevado a la silla eléctrica del fondomonetarismo: privatización, libre mercado y destrucción definitiva de los servicios públicos y los derechos sociales.
En el 2003, Samuel Moncada, en un discurso memorable, dijo: “Pero la guerra no es el instrumento más osado para reducir la soberanía e independencia de las naciones. Hoy hay empresas privadas que tienen presupuestos más grandes que los de muchos Estados Nacionales”.
Estas gigantescas corporaciones poseen ventajas en la competencia económica que llegan a convertirse en posiciones de dominio en los mercados mundiales. Su visión del mundo es simple: todo el mundo es un gran mercado y todo obstáculo a la fuerza de los mercados debe ser eliminado. Esta es la economía global... En Venezuela, la epidemia del neoliberalismo llegó imponiéndose a sangre y fuego.
La respuesta de los dirigentes de esa época fue brutal: no hay alternativa, es el pueblo el que no entiende la globalización, el nuevo orden internacional. La crisis no era solo de la economía, era también de un tipo de dirigencia, de un modo de concebir la democracia, de un modo de pensar la nación. En la década de los 90 los venezolanos resistimos la agresión antipopular y antinacional buscando una respuesta distinta a la que nos ofrecían nuestros gobernantes.
El “Por ahora” de Hugo Chávez en 1992 emerge del boquete, de la oquedad profunda que en 1989 potencia un ciclo de crisis de la Venezuela petrolera. Germina el discurso de la transformación de Venezuela. Vence y nutre, desde la derrota de una acción militar fraguada, concebida para aplicar un torniquete a las ansias voraces de poder de sectores tenebrosos y conservadores dentro de las Fuerzas Armadas y, con audacia, para redimirse y proclamar que la esperanza, desde entonces, no iba a ser música desafinada: en lo sucesivo, la memoria colectiva, además de sacrificios, iba a contar con un chaleco salvavidas.
A unos todavía les martillean las sienes, y por eso decidieron arrastrar sus valijas a otras partes donde no ronda aquel fantasma del comunismo que vislumbró Marx (como creen que sucede aquí), sino la descomposición progresiva del monstruo del capitalismo y sus apéndices financieros. Es decir, aún no ha muerto, está moribundo, lo que es peor.
A otros les parece una pesadilla que un pata en el suelo, zambo y bembúo, “arañero” de Sabaneta, los haya conducido al fondo, no del abismo, sino a la bochornosa conciencia de sus clases y por eso escogieron “resistir”, curtirse de odio como método para aprender y enseñar más odio y, sobre todo, para hacernos entender que no somos ni seremos iguales ni ante Dios ni ante el barrio, ni en el oeste ni en el este.
Lo demostraron con furia el 11 de abril del 2002 y a diario nos persiguen con su prédica en los espacios públicos y en los medios de comunicación privados.
Para ellos, la patria está en otra parte. Desde el “Por ahora” de 1992 a la Constituyente de 1999 comenzamos a apartarnos del viejo camino. La gente desde entonces ha creado inéditas factorías culturales y políticas y el país se ha convertido en un ser vivo nacional, en un cuerpo conceptual político expresivo, fundado en el ideario constituyente que demolió el poder constituido de la IV República.
La diversidad cultural, la inclusión social, el desarrollo endógeno y el poder moral no son prendas de una nueva apoteosis: son los espacios conquistados, las trincheras de la V República para continuar librando la batalla, desmantelar el conservadurismo y el fascismo que amenazan el proceso bolivariano y los principios de la IV República para trabar la Constitución de 1999.
Como adyuvantes de las metas que anteceden surgen el Poder Popular y las Misiones Sociales para enfrentar de nuevo al poder constituido. Sin la existencia de estos motores no es posible la refundación del país ni profundizar la significación del socialismo del siglo XXI, de inspiración indoamericana, que tiene como precursores a Simón Rodríguez, a Simón Bolívar, a Ezequiel Zamora, a Mariátegui, a Martí, a Jesucristo.
La meta de máxima inclusión de ciudadanos en los procesos sociales liberadores y la eliminación definitiva de la pobreza tiene como pilares fundamentales: alcanzar la ética socialista y la máxima felicidad posible. Y lo estamos logrando.
Otros mecanismos liberadores se hallan en la noción de igualdad sustantiva, desmercantilización de las necesidades vitales y la reducción de la jornada de trabajo como mecanismos liberadores del capital.
La concepción del poder se transforma en un poder obediencial frente al mandar mandando del poder político occidental tradicional.
El poder no puede ser sino consensual. Ahora avanzamos en la creación de la vanguardia colectiva del proceso revolucionario, como cadena de transmisión de los movimientos sociales y políticos revolucionarios.
Finalmente, es visible el avance de la nueva hegemonía que tiene como norte una política de liberación y de autodeterminación de los pueblos.
Del “Por ahora” del 92 a la Constituyente del 99, para la mayoría venezolana otras palabras resuenan: socialismo o barbarie.
Federico Ruiz Tirado
Los Teques
10 de enero de 2012