Letra veguera │ El legado no es una estatua
No es una calle ciega
15/03/23.- De existir tangiblemente una semiótica colectiva, con expresión social y cultural “asimilable” entre las masas que estén atentas a los matices del devenir político, esta estaría expresada en el discurso y praxis de Hugo Chávez. En tanto “fenómeno” sociológico (o sociolingüístico, tal vez), puede esta semiótica ser vista como la existencia, sí, de un sujeto colectivo que ejerce en acciones y valoraciones frente a los hechos de otros sujetos, que a su vez hacen lo mismo o promueven experiencias políticas y organizativas similares en ámbitos populares, territoriales u obreros.
Alfredo Maneiro o Hugo Chávez, sin duda. Por eso sus referentes y legados persisten en múltiples expresiones y modos sociales y públicos, organizados o no. Sus idearios —corrientes políticamente sembradas— construidos como valoración revolucionaria y cultural en el ser venezolano y latinoamericano, y en otros espacios geográficos, actúan y se valoran cual figuras en un espejo, que entran y salen de lo insondable, y a veces a contracara de lo “real”.
Así, las prácticas o ensayos de Maneiro son casi imperceptibles, pero ciertamente tangibles en una esquina de una barriada de la Venezuela profunda, en una vivienda de tasa de peltre del oeste remoto de Barquisimeto, Catia o de San Félix de Guayana.
Y no digamos los constructos de Chávez: él está en la calle, a veces desafiante, acompañándonos en la cola del gas o en las salas de un hospital donde una gasa puede ser un pañuelo, un truco, una carta. Nunca nos deja solos; Chávez siempre anda por ahí, entre nosotros, en la lucha constante.
También está la cuestión de la no-semiótica colectiva. Tal vez más secretamente sencilla. Es cuando vemos producirse un “acto de magia” medio maquiavélico, un contrato polémico entre sujetos colectivos que da sentido a la guerra multiforme (o como se llame esta atrocidad que vivimos hoy). Esa disputa silenciosa con el expendedor de un remedio para los nervios, porque no llevamos récipes ya que los médicos no tienen talonarios o se dedicaron a otro rubro.
En el caso del colectivo que juzga a Chávez, no como jefe único, supremo, sino como ídolo o responsable de todos los males del cielo y la tierra, como una especie de ente espiritual, sagrado e incólume, se produce una unanimidad de valoración que tiene un ingrediente cuasi religioso o de “magicidad”. “Así no lo haría Chávez”, se cuela en el vocerío popular, cuando el exabrupto rebasa lo monumental. Lo que otorga vigencia a esa valoración está basado en hechos reales de carácter positivo, pero también en hechos fantásticos (no racionales) donde puede ocurrir el nacimiento de un mito. Seguro así sucedió en la Antigüedad. ¿Y por qué no? Chávez veía cosas que los ojos de sus ministros no veían, ni los de uno, habitante de un barrio que lo seguía porque, tarde o temprano, o más temprano que nunca, el hombre iba a poner el ojo en la bala. Pero hasta ahí, pues el funcionariato que lo acompañaba no sabía que no es que las cosas no tienen ni pies ni cabeza, sino que, como dice Saramago, la cabeza está en una parte y los pies andan por otra.
Lo cierto es que el mito entró, desde entonces, por los ojos. Y como Hugo decía: “Todo mito tiene algo de verdad”. Salvo que el legado no es una estatua gris, no es una herramienta oxidada, no es una calle ciega. Hoy, a diez años de su muerte, su legado tiene cada vez más vigencia y la tendrá, como dijo recientemente Adelaida Guevara, siempre y cuando no giremos el rumbo del barco hacia aguas más turbulentas.
Federico Ruiz Tirado