Y la infeliz ONU decretó el Día de la Felicidad
Si existiera una manera de medir el índice de felicidad mundial, probablemente este estaría en caída libre por las grandes deformaciones del capitalismo
25/03/23.- Ya sabemos que en el catálogo de días mundiales hay de todo, incluyendo uno dedicado a la felicidad, que se fijó el 20 de marzo, es decir, que acaba de celebrarse.
Parece una ironía, sobre todo porque esta fecha especial no es el invento de unos loquitos comeflores, sino que fue establecida oficialmente en 2012 por la Organización de las Naciones Unidas, el mismo infeliz organismo donde tipos malencarados, representantes de las grandes potencias mundiales, se caen a trompadas diplomáticas; el foro que ha autorizado guerras y bombardeos de toda laya; un escenario para todas las perversidades y las amarguras del planeta.
Y al ser una cuestión consagrada por la aristocrática burocracia universal, necesariamente tiene que ser medible. Entonces, según los expertos de la ONU, la felicidad es cuantificable, no sólo por variables materiales como el nivel de vida o por factores como el tipo de Gobierno bajo el cual se vive, sino también por cuestiones más subjetivas como el estado psicológico, la posibilidad de decidir sobre el uso del tiempo individual y las relaciones dentro de la comunidad. Para evaluar qué tan feliz es una persona, hay que considerar elementos culturales, educativos, ecológicos y de salud. Esto último concuerda muy bien con la sabiduría popular que siempre coloca la salud en primer lugar, porque todos sabemos por experiencia que cuando se está enfermo es cuesta arriba sentirse bienaventurado.
Los técnicos se siguen empelando en aterrizar el concepto, pero la felicidad es difícil de definir, sobre todo porque la humanidad sigue siendo un crisol de cosmovisiones, pese a los gigantescos esfuerzos de la modernidad y de su sistema económico por homogeneizarla culturalmente para convertirla en un mercado total. La idea de felicidad para un varón urbano de una gran ciudad del norte global es muy diferente de la que tiene en la cabeza un campesino asiático, una mujer africana o los niños de un pueblo indígena de Nuestra América.
La felicidad, tal como la ven en la ONU, está muy relacionada con el logro de esos objetivos a largo o mediano plazo que los países establecen retóricamente y que muy pocos se dedican realmente a cumplir, como la erradicación de la pobreza, el desarrollo sostenible y la eliminación de la desigualdad. Enfocada de esa manera, la felicidad es, como lo ha sido siempre, una quimera, una utopía que, por lo demás, cada vez parece estar más lejos de cristalizar.
En un mundo donde tantas personas aspiran apenas a sobrevivir al hambre, las enfermedades y a las guerras, hablar de un Día de la Felicidad puede llegar a ser, incluso, insultante. No obstante, la fecha bien puede servir también para reflexionar y debatir sobre las causas y circunstancias que impiden a la gente disfrutar del milagro de la vida.
Como suele pasar, la noción de felicidad que prevalece no se acerca tanto a la que motivó la instauración del día mundial por parte de la ONU, sino que se asocia más a los valores de la cultura hegemónica, la que nos llega por los grandes aparatos de la comunicación y de la industria de la recreación: películas, propaganda, publicidad, mercadeo y noticias (verdaderas o falsas).
Esa noción –no puede ser de otra manera- es básicamente individualista, egoísta, hedonista e inmediatista. Los modelos a seguir para cualquier persona que esté bajo la influencia del imperio del capitalismo neoliberal son sujetos que tienen bienes, que poseen objetos y ejercen dominio sobre otros. La felicidad, entonces, tiene mucho de propiedad y de poder, lo que remite a la vieja discusión sobre si el dinero hace o no la felicidad. Son muchos los que prefieren creer que sí.
Si existiera una manera de medir el índice de felicidad mundial, probablemente este estaría en caída libre, pues las grandes deformaciones del capitalismo en las últimas tres décadas han conducido a que, incluso en las sociedades de los países más poderosos, se haya visto reducido el acceso a la salud, la educación, la cultura y la recreación. El estado de bienestar del que se ufanaban las clases medias y ciertos sectores de la clase obrera europea y estadounidense, se ha disipado casi por completo.
A menudo se publican estudios estadísticos sobre los niveles de felicidad de los países y allí surge casi siempre una especie de paradoja: los que obtienen mejores resultados son los pueblos más golpeados económicamente y, dentro de esas sociedades, los estratos menos favorecidos. Mientras tanto, en las naciones llamadas desarrolladas, los seres humanos evidencian menos satisfacción con sus propias vidas.
Todavía hay quien sostiene tesis que apuntan al determinismo geográfico: dicen que en las zonas tropicales, libres de la melancolía anual que traen consigo el otoño y el invierno, todo el mundo es más feliz, aunque, desde luego, hay mucha gente odiosa y malvada que se empeña en lo contrario.
Están también los militantes políticos radicales, quienes afirman que el mundo será feliz cuando todos estemos sintonizados en esta o en aquella ideología o en este o aquel modo de producción.
Otros expertos, los antropólogos y etnólogos, aseguran que nadie en la sociedad moderna ha llegado a ser tan feliz en la cotidianidad como lo han sido y lo son los seres humanos de los pueblos originarios, los que siguen vinculados a la madre tierra, sin discursos grandilocuentes, sin ONG, sin influencers dando recetas de diez pasos, sin coach personales y sin días nacionales. Es difícil no concederles la razón.
Bolívar, siempre visionario
La crónica del Día Mundial de la Felicidad indica que la propuesta fue formulada por Bután, reino asiático enclavado en el Himalaya, cuyo monarca ya había asumido el concepto como política interna al decretar, en los años 70, que no se mediría el desempeño del país en términos del convencional Producto Interno Bruto (PIB), sino de Felicidad Interna Bruta (FIB).
Con bemoles, la idea fue incorporada luego en otras naciones y hasta por el sistema internacional, al adoptar ciertos parámetros que suavizan los fríos indicadores socioeconómicos.
En Venezuela tenemos nuestra propia fuente de inspiración para ese enfoque, en las palabras visionarias del Libertador Simón Bolívar en el Congreso de Angostura, hace ya más de dos siglos: “El sistema de Gobierno más perfecto es aquel que produce la mayor suma de felicidad posible, la mayor suma de seguridad social y la mayor suma de estabilidad política”.
Con esas premisas se creó el viceministerio de la Suprema Felicidad Social del Pueblo, encargado, si no de dar felicidad, al menos de mitigar la desdicha, pues tiene como misión “brindar atención y asistencia, en todo momento a los ciudadanos y ciudadanas en general, sin ninguna distinción de forma individual, bien sea de forma personalizada o escrita a fin de gestionar ante los organismos públicos y privados las solicitudes de ayuda y apoyo elevadas a la presidencia de la República”.
CLODOVALDO HERNÁNDEZ/CIUDAD CCS