Hablemos de eso | Al sepelio del neoliberalismo
Veremos que no se trata de ideologías sino de intereses
“Neoliberalismo es una expresión ambigua que ha cambiado con el tiempo”, dice Wikipedia. Me llama la atención ese tipo de expresiones, porque eso podría aplicarse a cualquier término o categoría política. Porque, aunque los términos económicos se valen del trabajo de académicos, los procesos que intentan describir se desarrollan siempre en el conflicto y se adaptan en el tiempo según convenga a los interesados en la legitimación de unas políticas.
Economía, política, ética, cultura se entremezclaban en las teorías neoliberales, a partir de las cuales se intentaba construir un nuevo “sentido común”: ya no sería el Estado un regulador y actor económico, sino que había que dejar toda la vida social al “mercado”, es decir (como no se dice), al sector privado, o más directamente, a la acción de los capitalistas. Es curioso, pero son precisamente los capitalistas y sus servidores los que dicen que toda la estructura social se desprende de la economía.
El primer gran experimento neoliberal se realizó de las manos de la dictadura de Pinochet en Chile, Argentina con la dictadura de Videla y sus sucesores le siguió el paso. Por ahí estuvieron los Chicago Boys, economistas universitarios empeñados en comprobar sus teorías. No les importó mucho que el neoliberalismo que pregonaban tendría que generar mayor libertad y menos Estado, mientras que estas dictaduras por intermedio de los militares y policías se dedicaban a intervenir en toda la vida social: perseguir, desaparecer, apresar, exilar, espiar, censurar… El Estado chileno y el Estado argentino aumentaron la represión contra todo aquel que representara un peligro para ese nuevo consenso social. En definitiva, el Estado no debería entrometerse con la libertad de las grandes empresas, aunque sí contra todo aquel que pudiera estorbar la dominación total del capital. Dio resultado, especialmente en Chile, por bastante tiempo: treinta años después de la salida de Pinochet el modelo perduraba y era seguido al pie de la letra por las clases dominantes chilenas.
El modelo neoliberal, al final de los años setenta del siglo pasado, se convertía en religión oficial. Sus grandes sacerdotes: Ronald Reagan y Margaret Thatcher. En todos los países se hacía campaña a favor de sus maravillas. Paralelamente el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM) imponían políticas neoliberales para acceder a sus créditos.
Las políticas neoliberales no respondían, sin embargo, a credo alguno. La crisis económica de los setenta había limitado la capacidad de crecimiento de las grandes transnacionales. Surgió entonces la idea de trasladar sus operaciones a países con “mano de obra” más barata. ¿Por qué no fabricar en China, México o India si esto resultaba más barato? Para facilitar el proceso era necesario: garantizar “seguridad jurídica” (para que no se le ocurriera al gobierno de cualquier país tomar medidas que obligaran a una transnacional a repartir sus beneficios), “liberalización del comercio internacional y nacional” (para poder trasladar mercancías y servicios a través de las fronteras sin pagar impuestos), “privatizaciones” (para generar nuevos espacios de inversión transnacional que se apropiarían de los servicios públicos). Pero había también que evitar conflictos y crear ese “sentido común” que indicara que un país es mejor mientras mayor inversión extranjera tuviera.
En esa coyuntura China comenzó a convertirse en el mayor “socio comercial” de los Estados Unidos. Pese a que China no asumía la nueva doctrina, cuadraban los intereses y era un mercado formidable, llegó a convertirse en la fábrica del mundo.
Pronto se hizo evidente que las promesas de crecimiento de la riqueza y “derrame” hacia el conjunto de la sociedad eran mentiras, pese a que el adoctrinamiento todavía funciona en muchas mentes. Comenzaron los movimientos antineoliberales.
Pero el mundo cambia. Si revisamos algunos puntos del credo neoliberal, veremos que no se trata de ideologías sino de intereses.
Uno de los primeros puntos del Consenso de Washington (que es otro nombre de este credo) es la disminución del déficit fiscal, un Estado no debería gastar más de lo que obtiene de los impuestos. No obstante, Estados Unidos ha conservado un importante déficit fiscal (mayores gastos que ingresos), al menos desde los ochenta y en el siglo XXI no ha parado de crecer: en 2001, el déficit alcanzó a 63.400 millones de euros; en 2010 el presupuesto de gastos superaba los ingresos por más de un billón (un millón de millones) de euros; en 2020, el déficit fiscal de Estados Unidos era de 2.656.858 millones de euros. Como estas cantidades son difíciles de leer, la pongo en letras y la redondeo: dos billones, 656 mil millones de euros. Este déficit equivale al 14,5% del producto interno bruto. Según datosmacro.com: “Un porcentaje muy alto comparado con el del resto de los países, que le sitúa en el puesto 185, de 192 países”.
Si de seguridad jurídica para las inversiones se trata, habría que preguntarse por cómo sienten esta variable los inversionistas rusos con cuentas congeladas y activos expropiados. A nosotros nos mantienen retenidos e intentan disponer de nuestro oro en el Banco de Inglaterra, nos expropiaron Citgo, roban cargamentos de petróleo, intentan arrebatarnos un avión en Argentina, congelan las cuentas de la República, impiden la realización de pagos en el exterior... Los casos se multiplican y los bancos y gobiernos de Europa y Estados Unidos han retenido (robado) las reservas internacionales de Libia y Afganistán. ¡Vaya cuánta seguridad jurídica!
Si de libre comercio hablamos, basta recordar la guerra de aranceles contra China (justo “guerra comercial” la llaman); el país “comunista” ha denunciado varias veces a Estados Unidos ante la Organización Mundial de Comercio (OMC), institución creada justo para resguardar el “libre comercio”. Está bien preso el comercio con la indiscriminada imposición de prohibiciones al comercio de más de 40 países por parte de Estados Unidos.
Las “reglas” del neoliberalismo no las cumplen quienes las impusieron. Cumplieron el papel de favorecer todavía más la concentración de riqueza, pero la nueva crisis que ha generado la dinámica del capitalismo exige otras opciones. Hay, entre los poderosos, quienes hablan que hay gente que sobra. Están jugando a la guerra con desvergüenza, para lo cual necesitan y usan Estados poderosos militarmente. Así de perverso es el capitalismo: un sistema social que solo sabe de ganancias y de crecimiento ilimitado aún a riesgo de la destrucción de la vida en el planeta.
Humberto González Silva