Micromentarios | Las moscas de El Trigal
La locura se manifestó desde nuestra llegada
Cuando me mudé a Valencia, lo hice en busca de tranquilidad, de paz interior. Esperaba vivir aquí, en calma, sin sobresaltos.
Sí he tenido un cambio: no vivo más tranquilo, pero sí menos intranquilo.
Amo a Caracas, mi ciudad natal. Pero es una urbe vertiginosa, por cuyas calles y avenidas me cansé de correr de un lado a otro, en metro, autobús o buseta, cuando no a pie.
Me refugié en la urbanización El Trigal, en un sector con edificios de tres plantas, ocupados por personas de clase media.
Sabía que el comportamiento de mis próximos vecinos sería, con frecuencia, enfermizo, dado que muchos se creen más cerca de los ricos y poderosos que de los asalariados y los marginales. No imaginé que hubiera tantos trastornados, no solo en lo político, sino también en lo cotidiano.
En lo político, basta señalar que en 2014 hubo once guarimbas entre mi manzana y las dos adyacentes.
En lo cotidiano, la locura se manifestó desde nuestra llegada. Cuando fui al edificio a buscar las llaves, en vez de darme la bienvenida, la esposa del presidente de condominio me habló con insólita rabia:
–Tiene que saber que aquí está prohibido tener niños, tener mascotas, tener plantas, hacer fiestas, recibir visitas, tomar aguardiente…
–Disculpe –le respondí cortando su enumeración–, creí que me estaba mudando a una vivienda, no a una prisión.
En los meses y años siguientes, este personaje se cebó sobre mi esposa y yo, asediándonos con diversas acusaciones y agresiones. Según contó a los vecinos, no éramos esposos, sino padre e hija; nos cerraba el agua corriente y alegaba que lo hacían personas que venían de otras zonas de Valencia; nos espiaba registrando nuestra basura; nos acusó ante la Junta Comunal de cuanto ella nos hacía a nosotros.
Una señora que pasaba frente al edificio parecía una exhibición ambulante de joyería, con collares de oro, plata o perlas; pulseras, zarcillos y anillos dorados en todos los dedos. Caminaba con la nariz respingada. Cuando nos topábamos, la saludaba y nunca respondía. Arrugaba el ceño como si la hubiese ofendido.
Un día, me hallaba en el supermercado cercano comprando queso blanco y parmesano, cuando esta pretendida reina interrumpió con apremio a la vendedora que me atendía, para preguntarle si tenía recortes de jamón y queso.
La conversación de un vecino del edificio contiguo se centraba en el relato de “sus hazañas”: pequeños robos en sus lugares de trabajo; las formas en que lo descubrían y luego, injustamente según él, lo despedían.
Pero frente a tales personajes, no ha habido nada como las moscas de El Trigal. Uno bota en la basura los restos de los alimentos que consume y ellas no les hacen caso. Se concentran en lo que uno va a cocinar o comer. Les he dejado parte de tales restos a la vista y jamás les interesan.
Esto no vi en ninguno de los lugares donde residí en Caracas. Es una peculiaridad de las moscas de este lugar, una de las cuales, por cierto, revolotea a mi alrededor, interesada en el sándwich que intento comerme mientras escribo.