Micromentarios | Los tesoros artísticos
18/07/2023.- Con frecuencia, se escuchan voces que claman porque la Iglesia católica se deshaga de los tesoros artísticos, artesanales y arquitectónicos que posee y los venda para, con el dinero recabado, exterminar la pobreza en el mundo.
Tal idea tiene sus bemoles: en primer lugar, con lo obtenido en la subasta de tan maravillosas joyas no es seguro que se subsane la pobreza en nuestro planeta. Será, si acaso, un paliativo, y en poco tiempo todo volvería a estar como antes.
En segundo, ¿quiénes tienen suficiente dinero para pagar, por ejemplo, el techo de la Capilla Sixtina o toda la edificación? Nadie. La obra de Miguel Ángel carece de costo y también de precio. Solo posee valor y este es impagable.
Pero, supongamos que llevan a subasta dichas obras, la capilla y sus pinturas: serían muy pocos los aspirantes a quedarse con semejante maravilla.
Algo similar ocurriría con el resto de las obras que se conservan en el Vaticano. Y con las que se encuentran en las miles de catedrales, basílicas, iglesias y capillas que hay en el orbe.
Obviamente, si todo se vendiera, lo recaudado serviría para aplacar el hambre y la miseria en numerosos lugares y durante unos cuantos meses, pero no de modo permanente.
¿Por qué?
Porque la pobreza no es un asunto de falta de dinero, sino de injusticia social y económica. Lo es también de oportunidades o falta de estas, de decisiones sociales y personales, de climas, de idiosincrasia, de historia, entre otros factores.
La acción de vender todas las riquezas artísticas, artesanales y arquitectónicas de la Iglesia católica se reduciría, por tanto, a una limosna colosal y más nada. Y, entretanto, las obras de arte, artesanía y arquitectura que se vendieron quedarían en manos de coleccionistas privados, que harían con ellas lo que quisiesen, incluso fundirlas o enterrarse con ellas.
El sacrificio –llamémoslo así–, habría sido completamente inútil, pues no se habrían atacado las raíces del mal que llamamos miseria, pobreza y, en ocasiones y como si fuera un sinónimo, hasta hambre.
Además, el catolicismo se quedaría sin fastos, sin los oropeles que atraen aún a millones de personas que son hipnotizadas por tales esplendores.
Estas riquezas, por cierto, llegaron a manos católicas a lo largo de los últimos dos mil años, gracias al propósito de muchos idiotas –no encuentro otra denominación más adecuada–, que pretendieron nada menos que sobornar a Dios. Sobornaron, es cierto, a miembros del clero, pero no al jefe.
Por otra parte, hay que reconocer que la Iglesia se ha mostrado como una excelente institución custodia y, gracias a ella, podemos disfrutar de miles o millones de maravillas que, de otro modo, solo serían disfrutadas por unos pocos. Esos pocos que, calladamente, gobiernan el planeta Tierra.
Armando José Sequera