Con la UBV, hace 20 años la era parió un corazón
Los integrantes de aquella primera cohorte no llegaban a creérselo del todo: “¡Yo en una universidad, quién lo iba a decir!”.
19/07/23-. Si cada estudiante y cada docente de aquellos primeros años de la Universidad Bolivariana de Venezuela (UBV) escribiera un párrafo sobre su experiencia, habría kilómetros y kilómetros de palabras. Pero tendrían un factor común: la emoción de esos momentos en que “la era está pariendo un corazón”, como en el tema que el trovador Silvio Rodríguez le dedicó al Che Guevara.
Tiempos de gestación, de parto, de nacer y, más que nada de renacer, porque casi todos los que acudieron al llamado del Comandante Hugo Chávez para crear la UBV eran personas que, por alguna razón, habían cancelado o puesto en un congelador sus sueños y que, gracias a este romántico y hasta loco proyecto, vieron, de buenas a primeras, cómo empezaban a cristalizar, a hacerse realidad.
Por un lado estaban los estudiantes, esa enorme masa de desheredados que los gobiernos de la democracia puntofijista habían dejado regados en todo el país, aunque luego los deudos de aquel sistema excluyente hayan asumido la pose de defensores de la institución universitaria.
Muchachas, muchachos, gente adulta y adulta mayor de los barrios de las grandes y pequeñas ciudades, de los pueblos, de los campos acudieron en hermosa procesión a las sedes de la recién nacida UBV a buscar la redención de sus ilusiones, sacadas del olvido y de la desesperanza.
En las reuniones iniciales, en los improvisados salones de clase del Programa de Iniciación Universitaria (PIU), predominaba el asombro. Los integrantes de aquella primera cohorte no llegaban a creérselo del todo: “¡Yo en una universidad, quién lo iba a decir!”.
Tampoco dejaban de asombrarse los profesores o aspirantes a tales, que respondieron también a la arenga de Chávez. Luego de la emoción constituyente de 1999 y de los avatares y sobresaltos de 2001 y 2002, lo que estaba proponiendo el Comandante era nada menos que hacer realidad un aspecto clave de la Revolución, la auténtica democratización de la educación universitaria.
Se concretaba lo dicho por el Che en el discurso de agradecimiento por el doctorado honoris causa de la Universidad de La Habana: “¿Qué tengo que decirle a la universidad como artículo primero, como función esencial de su vida en esta Cuba nueva? Le tengo que decir que se pinte de negro, que se pinte de mulato, no sólo entre los alumnos, sino también entre los profesores; que se pinte de obrero y de campesino, que se pinte de pueblo, porque la universidad no es el patrimonio de nadie y pertenece al pueblo”.
La interacción educativa de esos primeros tiempos de la UBV era, a la vez, feliz y dolorosa. Feliz porque se estaba plasmando una gigantesca conquista, un logro titánico en un país en el que la universidad se había convertido en el privilegio de las clases medias y altas; dolorosa porque en las aulas se hacían patentes las raíces de esa exclusión: décadas de desnutrición, de desintegración familiar y de graves fallas en la formación primaria y media pasaban factura en la capacidad de estudio de aquel pueblo en carne viva.
En la sede Caracas, que simbólicamente tomó por asalto una de las antiguas guaridas de la autodenominada “meritocracia petrolera”, en Los Chaguaramos, causaban especial impacto los contingentes de estudiantes que llegaron desde las parroquias marginadas de la capital, de las zonas más pobres de los Valles del Tuy, de Guarenas, Guatire y El Junquito y, sobre todo, de las sufridas zonas de La Guaira (para entonces, estado Vargas), con los traumas aún frescos de la tragedia de 1999.
Claro que los jóvenes, con su energía y desparpajo, le ponían un acento de alegría a aquel proyecto emancipador, pero también aportaban su cuota de entusiasmo contagioso los hombres y mujeres hechos y derechos que asumieron el reto de estudiar una carrera universitaria, luego de años de resignación a no hacerlo. Gente con hijos y hasta con nietos, con tremendas responsabilidades y pocos recursos, volvieron gozosos a sentarse en un pupitre y no pocos de ellos iluminaron con su determinación y entereza, no solamente a los compañeros de poca edad, sino también a los profesores.
Y es que muchos de quienes asumimos (acá me incluyo, orgullosamente) el rol de docentes en la naciente UBV habíamos dejado la academia muy atrás, en los años del pregrado o de algún postgrado, para meternos de lleno en las rudas luchas por la sobrevivencia laboral. Este retorno a los ambientes universitarios fue, entonces, como un acto de rejuvenecimiento e, incluso, de vuelta a la vida.
Como todas las políticas revolucionarias, la UBV ha tenido sus altas y sus bajas. De aquel amasijo de emociones en el nacimiento, se pasó a una etapa en la que había que alargarse los pantalones, académicamente hablando. Una parte del cuerpo docente y algunos de los primeros egresados han asumido ese compromiso y han conseguido grandes logros, aun en medio de las horrendas dificultades que el país ha sufrido.
Ahora, con sus veinte años, la UBV luce como aquella juventud maltrecha pero alegre que colmó sus pasillos, empeñada en apostar por la esperanza y contra el pesimismo.
Los egresados de aquellas primeras cohortes han podido desarrollar carreras ya largas en sus respectivas áreas y algunos han asumido también el rol de formadores de las nuevas generaciones.
La magnitud de aquel mágico tiempo trasciende, sin embargo, el campo de los títulos adquiridos. Son muchos los casos de estudiantes que nunca llegaron a graduarse y de profesores que se marcharon -acoquinados por las presiones de su vida personal y por las angustias de un país que vive a salto de mata-, pero que no cambiarían por nada del mundo ese tiempo en el que fueron ubevistas. Lo certifico.
Una universidad comadrona
Al escribir la breve pero intensa historia de la UBV, es justo decir que tras parirse a sí misma, ha ayudado a que otros centros de estudios universitarios vean la luz en este tiempo revolucionario. No es que sea la madre de las demás iniciativas, pero sí la comadrona.
Los programas de la UBV fueron la base de los que aplicó la Misión Sucre, quimérico esfuerzo por llevar la formación universitaria hasta los más remotos rincones del país, para así hacer posible la inclusión de gente que de otra manera jamás habría podido estudiar a este nivel.
La experiencia muy robinsoniana de la UBV -con aprendizaje aplicado a la vida cotidiana y la invención como vía obligatoria-, animó a diversos sectores del país en la creación de universidades en campos especializados o adaptadas a la realidad regional y local.
La UBV partió prácticamente de la nada, reunió voluntades y experiencias de mucha gente que ya estaba retirada o desencantada. Y ese modelo ha servido de ejemplo para otras instituciones educativas de la Revolución.
Pero, sobre todo, la UBV y sus hijas y ahijadas han sido el bastión de la resistencia ante el empeño de los factores contrarrevolucionarios de hacer cada vez más elitesco este nivel de la educación, de privatizarlo y retornar a los oprobiosos tiempos de la exclusión. Es allí donde radica su mayor logro.
CLODOVALDO HERNÁNDEZ / CIUDAD CCS