Caraqueñidad | Grandes eventos y eternos coleados

El Sipem se adueñó de fiestas, ruedas de prensa y otros saraos  

En la Caracas de la abundancia sobraba todo tipo de celebraciones rimbombantes anunciadas en las páginas sociales de la gran prensa, por parte de gremios, clubes y algunas familias acaudaladas. Acudían invitados, allegados y se le sumaban los arroceros, que se especializaron hasta invadir cualquier tipo de reunión, desde la más reservada hasta la promocionada por la high society caraqueña.

Esos arroceros –existentes desde tiempos remotos–  evolucionaron cual especie en expansión y se adaptaron a cualquier ambiente: aniversarios de empresas privadas o públicos, bautizos de libros, festivales, ruedas de prensa, eventos deportivos y sociales, elecciones de reinas o premios de artistas.

Se consolidaron y a pesar de que ya estaban identificados como los profesionales del coleo –introducirse al jolgorio sin estar invitados–, los organizadores de eventos optaron por hacerse los locos, porque muchas veces convenía, como convocante, llenar los salones, estudios, librerías o cualquier otro hábitat asignado para determinada celebración, ya que a más asistentes, mayor caché para el qué dirán.

A decir de un conocido personaje del ambiente social venezolano, Miguel Ángel Gil, apodado Moncho Brujo, esos especialistas en colearse en cualquier sarao merecen atención y un análisis serio; por eso, para mayor precisión, los bautizó como el Sipem.

Nace el Sindicato de Invitados Por Ellos Mismos (Sipem), un grupúsculo que casi siempre se hacía pasar por periodistas para codearse con la flor y nata, el jet set: la gente de alcurnia de esa Caracas en crecimiento desde los años 70 en adelante. En cualquier rueda de prensa eran ficha puesta.

Acababan sin pena con la caña y todos los pasapalos, chantajeaban a los mesoneros y bailaban con las más bonitas de cualquier evento en el que se posicionaban con sus vetustos trajes y con la habilidad verborreica de cualquier don Juan.

Publicó, en su edición 74, la revista Excesos, de Ben Amí Fihman: “Su éxito radicó en su constancia y memorización de todas las caras y nombres de who’s who…”

 

Más sobre el arrocero común

Antes de adentrarnos en el osado mundo del Sipem, veamos con detenimiento varias ópticas sobre los arroceros.

Según el Diccionario Venezolano (publicado en RR. SS.), “Especialmente en Venezuela se le llama así a los que se colean en las fiestas o cualquier otro evento sin ser invitados… De igual manera las palabras ‘chicharrón y coleón’, se refieren a este tipo de personas”.

Incluso, hacen una advertencia para todo aquel que vaya a organizar cualquier guaguancó: los profesionales se infiltran y se hacen amigos de la gente, esos que tienen labia. Hacen agradable al grupo y aunque nadie sabe quién carajo es, cae bien así que, ¿qué más da?... y los novatos, inexpertos que se inician en ese mundo, son reconocidos y generalmente terminan expulsados del sarao.

Agrega el detallado análisis que “son los que llegan de primero a las fiestas… Siempre están pendiente de comerse los tequeños y pasapalos. ¡Ahhh!, arrocero que se respeta le gorrea la caña al homenajeado o cumpleañero de la noche… Es algo así como un lambucio o gorrero”.

Coincide la publicación de la Fundación Bigott, en su muro de Facebook, el pasado 29 de enero de 2020: “Toda persona que se presenta en fiestas, o eventos sin ser previamente invitado, muchas veces sin ni siquiera conocer al anfitrión de la celebración… a pesar que está infiltrado, termina relacionándose con el dueño del evento”.

Insiste el periodista José Baig en que se trata de todo el que va sin estar invitado a un evento en el que hay caña. Precisa que “los reyes son los del Sipem (…) fáciles de identificar porque llegan con mucha actitud, una revista bajo el brazo que casualmente es el único ejemplar del que disponen, no dan tarjetas de presentación y tienen guindado en el cuello un carnet que muestran rapidito”.

 

Nadie se les salva

Ya en referencia exclusiva a los del Sipem, el humorista Rubén Monasterios le dedicó varias líneas en su obra Caraqueñerías: Crónicas de un amor por Caracas, en un apartado intitulado “Deleites de la gorronería”. Por cierto, esa publicación también aparece a manera de resumen en el libro 70 años del humor en Venezuela, curaduría de Roberto Echeto:

“El anonimato tiene su lado positivo: manejado con inteligencia es indispensable en función de ejercitar el arte de colearse y de golilla, variante de una institución de rancia tradición hispana entroncada con la picaresca, conocida como gorronería; en cualquier caso, significa gozar de algo… gratis”.

Describe, en su mágica crónica, cómo es eso de colearse: “Sentía que me faltaba algo: un vivificante soplo de emoción, excitación por la tensión experimentada justo al momento de enfrentar a los cancerberos; la exultación siguiente a la superación de esa prueba, debida al orgullo por el objetivo logrado; la gratificación morbosa de saber que puedes comer y beber a costillas ajenas.”

Por su parte, otro escritor, Luis Barrera Linares, en su libro La duda melódica (Crónicas malhumoradas), los define en la crónica “El bautismo de un libro es un parto social”: “Curiosos señores y señoras de un solo traje, una sola corbata (en el caso de los caballeros) y una misma sonrisa, quienes siempre están allí y que incluso son más que bienvenidos cuando acuden muy pocos de quienes realmente han sido convocados… A veces se les censura subrepticiamente, entre chismes, como intrusos más interesados en el condumio y el ‘bebumio’ que en el honor… Al margen de que jamás hayan abierto algún libro, después de la veneración forzada y la palmadita o apretón de mano, no dudan al expresar: —Qué bueno su libro, poeta”.

 

El billete roto

Cuando regresó el equipo de TKD victorioso de los juegos olímpicos de Barcelona 92, se le hizo un agasajo en el extinto hotel Caracas Hilton –hoy Alba Caracas–, la pauta era entrevistarlos, incluyendo a su entrenador Hung Ki Kim. En plena entrevista hubo un fallo logístico que fue solventado por un señor bien relacionado, líder de una mesa en la que no faltaba whisky ni pasapalos. Al culminar su labor, el fablistán se acercó para agradecer el favor recibido y sorpresivamente fue invitado a compartir el botín líquido y sólido de esa afortunada jauría.

Culminada la cuarta botella, ese señor que lo ayudó, con su demodé copete estirado de lado con Brylcreem, le entregó la mitad de un billete de 100 bolívares, marrón como su flux ajado, al mesonero de turno. Si quieres la otra mitad, debes atendernos como reyes por el resto de la velada. Exhibía, al igual que el resto de sus contertulios, un carnet borroso que no identificaba a nadie. Eran del Sipem.

Una fuente digna de todo crédito afirma que Ricardo Quevedo, fundador del Barrio Sucre del 23 de Enero, era uno de los líderes de ese curioso movimiento de “jartones”, porque siempre lo veía en el club Casa Blanca –ahora Hermandad Gallega–, en el Nuevo Circo con motivo de los grandes campeonatos de boxeo, en ruedas de prensa y demás eventos donde se repartiera caña y pasapalos.

El veterano periodista Julio Barazarte recuerda que hubo una fiesta en el club de la Electricidad, en Chacao. Él estaba con un grupo de colegas y tenían sus invitaciones, pero en la puerta había un zaperoco, porque los del Sipem fueron descubiertos y les prohibieron la entrada. Sin embargo, cuando llegó el anfitrión, don Ricardo Zuloaga, un audaz profesional del coleo lo saludó con nombre y apellido, entonces el iluminado magnate autorizó a guardaespaldas y porteros que le dieran libre acceso a “ese grupo”. Dentro de la fiesta los tipos se acercaban a cualquier mesa, saludaban a quien sea y sin mediar palabras tomaban la botella y se servían ríos de aguardiente gratis, con el fondo musical del grupo 1-2-3 y fuera, como testigo.

Una vez, a la salida de una rueda de prensa, otro veterano, Rubén Mijares, fue convencido y accedió a darle la cola a ese sujeto del Sipem, que incluso llevaba una cesta de licores que había ganado ese día. Y entonces abordaron “la patrullita” –como les decían a los vehículos de El Nacional y El Universal usados para transportar periodista y reportero gráfico.

Ya no hay esos rumbones, ni rimbombancias, ni ríos de whisky, ni bojotes de pasapalos… lo único bueno es que, según parece, han mermado esos chulos que tanto daño causaron a la imagen del periodismo caraqueño, aunque según el reportero Norberto Méndez, en esta era tecnológica, están mutando en una especie interesada en el “refrigerio virtual”. Veremos.

 

 

 

 

 


Noticias Relacionadas