Estoy almado | De aquellos remedios y sus curanderos
02/09/2023.- A la chinchamochina la conocí de niño. Es una planta cuyas hojas las colocaban en remojo, preferiblemente en un lugar donde recibieran los rayos del sol, hasta lograr un tono entre carmesí y vino tinto. También se podía cocinar en una olla. A uno lo bañaban con ese líquido para contrarrestar las ampollas de la lechina. Luego, había que tomar varios vasos de remolacha sin azúcar, uno tras otro, hasta que te repugnara. Creo que de ahí viene mi aversión a ese tubérculo rosáceo.
Atacar las paperas era otra cosa. Mi abuela Petra me colocaba alrededor del cuello unas láminas de hojas de plátano (sí, las mismas que se usan para las hallacas) previamente sancochadas. Con los ojos cerrados rezaba con sus manos puestas en mi garganta, y, con un guaral, me colgaba en el cuello una llave santificada que debía llevar todo el día y, si era posible, también en la noche mientras dormía.
Si había un raspón leve o una herida que necesitara desinfectarse, te vertían en el punto de dolor un chorro de agua de hoja de mango sancochada. Tenía que estar fría o debía dejarse "al sereno", que era como decir al aire libre durante toda una noche. Esta receta era útil hasta para aliviar las lesiones del viejo perro de la casa.
Una vez, jugando fútbol en un galpón, entró en mi pie, exactamente en el nacimiento de los dedos, un clavo que sobresalía de un montículo de maderas abandonadas. La señora Angélica, de crianza campesina y dueña del terreno donde ocurrió el incidente, me echó borra de café en la herida para "parar" la sangre. En un descuido me jaló el clavo y lo sacó. Puso la pieza, que estaba marrón del óxido, a hervir en una pequeña olla. Cuando el agua estaba tibia, me la echó directamente en la cortada. Lo hizo, según ella, para evitar que se infectara.
Un chichón era resuelto con margarina y sal. Era una receta rápida: juntaban ambos ingredientes en un pocillo y con la yema de los dedos te lo frotaban en la dolorosa protuberancia. Se aplicaba varias sesiones diarias hasta que bajara. Los más grandes ayudaban a sostener al niño o niña que intentara escaparse.
Los cadillos en las manos o en los pies se lavaban con jabón azul y se les echaba la leche que emana la lechosa verde. Con los días, cuando se petrificaba la protuberancia (no sé si por la leche de la lechosa), se colocaban encima del cadillo láminas de sábila, dos veces al día, hasta que aquel cedía por completo.
Un catarro se combatía con gárgaras de sal de higuera y ron de ponsigué. Para preparar el remedio, mi vecina, la señora Lucía, pedía permiso para recoger ponsigué en el fondo de mi casa. Para ella esa fruta era oro. Le brillaban los ojos cuando se iba cargando una bolsita llena del manjar.
Un tobillo hinchadísimo, tras recibir un golpe de una pelota de béisbol Wilson, lo aliviaba el señor Pedro (el mismo que enseñó a toda la chiquillería del barrio a jugar dominó). Era un curandero que "sobaba dolores" usando fe, plegarias y un ungüento hecho a base de desconocidas hojas silvestres y el licor barato que utilizaban para limpiar las plumas de los gallos de pelea.
Por su parte, una infección respiratoria tenía su técnica: poner a hervir agua con hojas de menta. Una vez lista la infusión, te cubrían la parte trasera de la cabeza con un pequeño paño y te dejaban apenas descubierto el rostro. Lo siguiente era acercar la nariz a la olla para inhalar los vapores de la menta. Eso, dicen, limpiaba las vías respiratorias, los poros y los senos paranasales.
Esos eran los remedios que se aplicaban en el barrio donde vivía, en el oriente del país. Y aunque teníamos un ambulatorio cerca, no era usual que los habitantes fueran a este centro de salud por afecciones como las que acabo de mencionar. Primero se agotaba la eficacia del curanderismo popular. Aquel ambulatorio se empleaba como última opción cuando la fe en nosotros mismos, por momentos, quedaba sin sustento.
Aunque, la verdad, ese ambulatorio también era una alternativa infalible cuando había fractura o cuando la persona desmayada no volvía después de ponerle alcohol o ajo en la nariz.
Hoy, en esa misma comunidad, ya casi nadie usa aquellos remedios, en parte porque quienes lo aplicaban cambiaron de paisaje. Los recuerdo a todos con aprecio, al igual que sus técnicas de curandería popular. Lo hago con nostalgia, aquí en Caracas, mientras busco una pastilla para calmar un dolor de lumbago.
Manuel Palma