Letra fría | Capilla ardiente

29/09/2023.- Aquellos tiempos con Gonzalo Rodríguez fueron pródigos en experiencias sibaritas. En más de una ocasión me tocó ser maestro de ceremonia en algunos actos y también orador de desorden —porque el orden se fue a pasear un día y no volvió jamás a aquellos aquelarres poéticos—, bien regados de divinos elíxires gracias a la generosidad de nuestro querido Gonzalo. Por cierto, nos reunimos ayer con el director de Pomaire, José Luis García —otro "majo" en la acepción "diccionaria" de simpático, cariñoso o agradable en el trato—, quien está reflotando la editorial en estos nuevos buenos tiempos del país, y me ha encomendado la tarea de colocar 400 mil libros, alrededor de 2 mil títulos, quedados en los depósitos, con un costo bajo, menor a 5 dólares por ejemplar, aunque en su momento costaron entre 25 y 30 euros cada uno.

Pero volviendo a aquellos eventos delirantes: recuerdo un día en el Hereford Grill, la segunda casa de Adriano González León —puesto que vivía al frente, en la calle Madrid de Las Mercedes—, donde estaba yo, pues, moderando algo cuyo motivo no recuerdo. Tenía a Adriano al lado y, en una de las intervenciones de Caupolicán, me dijo al oído: "Lo felicito, poeta, modera usted como aquellos animadores de la buena televisión norteamericana". Je, je. Con ese piropo, seguí conduciendo el acto como torero aclamado, haciendo verónicas, medias verónicas y girondinas, como el propio César Girón en la Maestranza de Maracay o en la Monumental de Pamplona.

Enfrente del Hereford quedaba la galería Durban del Loro César Segnini, otro de nuestros escenarios favoritos, tanto por los vernissage de los mejores pintores de Venezuela y el mundo, como por las presentaciones de libros de nuestros grandes escritores y mejores amigos. Las bacanales de la Durban fueron realmente memorables. Tendría que buscar los catálogos de las exposiciones para enumerar tanta maravilla, pero estoy casi seguro de que otro de los grandes amigos de esa época, el extraordinario pintor Carlos Hernández "el Indio" Guerra, debió exponer allí.

El penthouse del Indio Guerra fue otro de los sitios de esos encuentros de buenos amigos. Era gran cocinero, mejor conversador, paladar educado y generoso a la hora de ofrendar licores; dueño, además, de la más grande colección de picantes que haya visto en mi vida.

Y para ir cerrando, no sé si de esos mismos tiempos o de uno anterior, quiero evocar a otro gran amigo, el galerista Simón Guerrero, y su esposa Yolanda. Siempre me tocó andar reporteando la cultura o faranduleando las más de las veces. Un domingo, en una inauguración de su galería —que también quedaba en Las Mercedes—, llegué yo muy orondo con Dilcia colgada de mi brazo. Luego de los saludos de rigor, Simón me dijo al oído: "Tengo un whisky buenísimo que quiero compartir contigo, así que anda y le dices a aquel mesonero: 'capilla ardiente'". Esa era la consigna, y así transcurrió la tarde, con todo el mundo bebiendo vino y nosotros, grandes "campaneadores" de oficio, bebiendo aquel fino escocés, gracias a la mágica contraseña "capilla ardiente"… Ja, ja, ja.

 

Humberto Márquez


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