Crónicas en bici: Caracas no se calla

La bici te permite ser tú, con chor, pantalón o falda sin pedir permiso ni perdón.

 

Entrar en chor

Hice una entrega a domicilio, y el domicilio era un bar. Lindo, con excelente sonido, buena atención, precios sin especulación, música en vivo los miércoles. Entrego la pulsera y, sin excederme, la coloco en la muñeca de la cantora. El domicilio estaba completamente lleno. Súbito, arrancó a llover. Ya estaba mojado de sudor y, con otra coma después de otra y, decidí que era mejor no mojarme más. Me siento en los escalones y escucho la voz del amigo: “Gus…por casualidad, ¿tienes un mono?”.

“Dile que no hay diferencia entre este local y la alcaldía de Caracas”, farfullé, que es lo que pretendo hacer siempre, pero en silencio. Manejé lento; por Chacaíto, las baldosas del bulevar salpican tanta agua de lluvia, haciendo ese particular sonido, en medio de la penumbra, que los perros se abstienen de morder el aire cerca de los pedales. Una vez perseguí al perro que me perseguía sin dejar de ladrar, hasta que le vi de cerca los colmillos. Creo que se quedó, adivinen, farfullando.

“¿Cuánto cuesta ese mono?”, pregunté frente a la institución burocrática que sellaría el acta de defunción de mi padre. “Es de mujer”, me dice la mujer. Doblo la columna, me oculto tras la camioneta, primero el leggin y luego el chor. Paso, porque ya no se ve la piel desde las rodillas hasta las medias, que van por encima del “pantalón”.

“¿Dónde la dejo?”, pregunto a los vigilantes. “Ahí hay un estacionamiento”, me recrimina desde el tapaboca, sin farfullo. Me gusta la palabreja. Es el centro comercial que tiene forma de barco, en el este de esta ciudad.

Dejarla pagando

Es cuando la pierdes de vista para entrar, en chor y sin problemas, a una panadería, por ejemplo. Las he visto mal amarradas a rejas inseguras y postes pequeños. El amarre como “imagen literaria” producto de tanto maestro de obra que sí saben amarrar las vigas, tanto soldador… ya va. ¿Y el lenguaje inclusivo aprobado por la Asamblea Nacional? “Los diputados, las diputadas, y les diputedes”, leyó (o preguntó) “que estén de acuerdo con aprobar…”.

Aprobado, se escuchó poco después. Las maestras de obra (vea usted el edificio que está entre Sociedad y Pajaritos) y las soldadoras, también amarran.

Las faldas

Ellas pueden entrar. “Es la envidia”, diría José Nicolás Agüero; la reconozco, la suscribo. Con pantalón, por lo general, hay que atarse los cordones de los zapatos sobre los tobillos, amarrando la bota para que no se enrede en la cadena. Y te dejan entrar.

En la sede de Iartes, por ejemplo, hay un chocolate caliente que es una delicia. Está muy cerca de la estación de Metro Bellas Artes, pero no se puede pasar la bicicleta, ni dejarla pagando. El chor (en el Mercado del Cementerio, cuando estaba lleno de buhoneros y antes de construir el bulevar César Rengifo), se vende mucho. “Chores de playa, chores de río, chores para piscina”, voceaba el vendedor.

Las voces de las colectoras, que también hay, como la señora que maneja el autobús en Calderas, que le lleva la medicina a la hija de la amiga. Entonces, las voces de los colectores, tan útiles para quienes no conocen Caracas: “Sanmartínpérezcarreñolayaguaracarapitaantímano”; la voz del que vende el café caliente, que acaba de remodelar su bici y las voces de otras, de otros, que hacen que Caracas no se calle nunca, y en la madrugada, como a las tres, una cantora escucha el aletear del gallo antes del canto.

Sin que nos demos cuenta, amanece soleado, pero como dejé la bici en la redacción, paso caminando cerca del edificio donde vive el escritor que trota Caracas. Más cerca o más lejos, detenidos, detenidas, esposados y esposadas y policías comparten chimó mientras esperan, a la sombra, que se reseñe lo reseñable. A veces no se bajan de la picó y aguantan la pela bajo el sol. Cuando llueve, los funcionarios me permiten pasar entre los conos por la acera. Las funcionarias, por lo general, están ocupadas hablando por teléfono. Esas funcionarias, que son distintas, uniforme mediante, a la brigada femenina motorizada que, con una sonrisa muy femenina, detienen, cuando se comen la luz del semáforo, a… ¿quién, aquí en Caracas, no se come la luz? Próxima entrega: Comerse la luz.

GUSTAVO MÉRIDA / CIUDAD CCS FOTOGRAFÍA: DAHORYS GONZÁLEZ


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