Estoy almado | Emoverdad

07/10/2023.- La emoción es la verdad. Esa parece ser la nueva punta de lanza de los emisores de contenidos en esta era digital. Diga lo que se diga, cualquier cosa transmitida en algunos medios digitales ahora tiene el deber de emocionar, sin importar si es falso o no.

Con esta nueva tendencia se glorifica el infoentretenimiento, el cual está alejado de aquella tesis de la sociedad del conocimiento que pregonaba a finales del siglo pasado que todos viviríamos más informados mediante el acceso masivo a Internet. Hoy la realidad es otra: millones en el planeta tienen acceso a Internet, pero no el conocimiento y la conciencia para comprender en su justa dimensión los cambios complejos.

Este infoentretenimiento se perfila como el nuevo formato para conectar y atraer a las audiencias digitales, aburridas de la circunspección y el formalismo de los viejos medios tradicionales. Ahora no basta que el contenido sea interesante y útil; tiene que entretener. De lo contrario, no cala en el público porque no emociona. Ahora, el valor del enfoque interesante es relevado constantemente por el faranduleo proverbial. Es lo que vende.

Parece que la idea es que el público llore, ría, dude o sienta miedo o urgencia por tener algún producto material. Los nuevos editores de contenidos digitales tienen la instrucción clara: algo tiene que pasar. Si no hay emoción, entonces el contenido no sirve.

Según esta premisa, los usuarios que se informan por medios digitales no desean tanto estar informados, ni mucho menos saber la verdad. Quieren ser reafirmados en sus propias creencias personalísimas, guiadas más por el narcisismo y el egoísmo que por los hechos probados de interés colectivo.

Esa nueva línea editorial global indica que si los receptores se tragan una mentira evidente, relacionada con sus emociones más primitivas, lo más probable es que no quieran saber cuál es la verdad del asunto. Así, transitamos lentamente del sobrevalorado paradigma de la sociedad de la información (estimulada por las tecnologías de comunicación e información) a la construcción de sectas emotivas condicionadas por la espectacularización de la cotidianidad.

En el caso de los nuevos "medios", los códigos del marketing y la antigua publicidad conforman ahora el manual de estilo pseudoperiodístico para construir audiencias.

En ese contexto, la veracidad es casi opcional, mientras que el rigor y la precisión se están volviendo prescindibles o acomodaticios. El hábito de investigar, contrastar y analizar es para raros especímenes. En esas condiciones, los bulos y las falsas informaciones han conseguido terreno fértil, sobre todo porque no es usual que el consumidor informativo se la pase verificando todas las mentiras vestidas en apariencias de noticias.

De ahí se explica el poder de la posverdad: la inercia del receptor de indagar o el desconocimiento para hacerlo, a pesar de manejar un "teléfono inteligente". No se trata de flojera. Se supone que la verificación de los hechos era algo que ya recibíamos empacado en el mensaje proveniente de los medios tradicionales. Había una especie de fe anticipada hacia el emisor del mensaje conocido en el pasado como la gran prensa.

No obstante, ahora cualquiera puede adoptar el lenguaje periodístico para falsear, calumniar, difamar e intrigar mediante tutoriales. San YouTube te dice cómo hacerlo gratis.

Lo peor es que ese fenómeno está promoviendo un tipo de público que actúa según su propia emoverdad. Son personas que convierten las falacias y las teorías sin fundamento en "verdades irreversibles". Las toman como base para interpretar el mundo y, en consecuencia, tomar acciones. Le ocurrió a unos jueces en Perú al comienzo de la pandemia, cuando acusaron a Bill Gates de crear el coronavirus. No es poca cosa que un tribunal conformado por letrados haya dejado en una sentencia un señalamiento de ese calibre.

Como esos eminentes jueces, hay muchos activistas digitales hermanados en asumir las complejidades del mundo no por lo verificado, sino por lo que sienten o desean a priori sobre un acontecimiento. Se trata del deseo transformado en falsas certezas. Es la exaltación emotiva sin presentar pruebas. Es sentir, no pensar, para actuar, casi siempre en detrimento del otro que es distinto o no está en sintonía con este supuesto "nuevo conocimiento". Es parte del fascismo posmoderno.

Más de la mitad de los rubios supremacistas que asaltaron en el 2021 el Capitolio estadounidense pertenecen a estas facciones de mentiras emotivas. Ellos actuaron por su "verdad": un presunto "Estado profundo compuesto por pederastas mundiales" que quería acabar con el "rebelde antisistema": Trump. Todo lo demás, según ellos, no era cierto. En su libro, el escritor y periodista Ignacio Ramonet lo llamó "la era del conspiracionismo".

Con este panorama, la veracidad de los hechos para tomar decisiones relevantes está siendo empacada como producto de lujo para el futuro. Se intenta naturalizar, a cuentagotas, que solo quienes puedan pagar una suscripción recibirán información veraz y previamente curada.

El resto estará condenado a lidiar con el vendaval de superficialidades emotivas, mezcladas con medias verdades, y que a largo plazo será determinante para intentar decidir o tomar una postura sobre algo.

Sin embargo, el asunto está en ciernes. Habrá que esperar. Por ahora, la ceguera emotiva, por encima de la comprensión de los hechos reales, lleva la delantera en estas primeras décadas del siglo XXI. Estamos seducidos por la emoverdad.

 

Manuel Palma


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