Estoyalmado | El patio de la casa
Un lugar para recordar
Una de las cosas que extraño de la casa donde pasé la infancia es tener disponible un fondo o patio. El de mi familia, por allá en el Maturín de los 90, era un fondo pequeño, de 40 metros aproximadamente, un poco menos. Era un terreno frondosamente verde con un techo de blancas nubes, alumbrado con un sol resplandeciente que tostaba la piel al mediodía. Había un tendedero de alambre donde la ropa mojada se secaba en menos de una hora.
Al principio, nuestro patio no tenía linderos ni estaba claramente marcado cuál era el límite. Tampoco el de los vecinos. Así que aquello era un gran patio, conformado por una gran extensión de terreno que podías recorrer de palmo a palmo. Mientras no te llevaras los mangos y los aguacates de las matas de los vecinos, podrías transitar libremente, sin inconveniente, más allá de un perro rabioso que, a veces, se soltaba de su cadena y te perseguía por toda la explanada. Cuando te tocaba era una experiencia de alta adrenalina que los adultos solo advertían al escuchar los ladridos furiosos del canino. La salvación era montarse en cualquiera de los árboles.
En la mata de mango de mi patio aprendí a “monear”, o a trepar árbol. Uno podía pasar toda la tarde merendando mango dudú, mientras las frondosas ramas, de hojas verde oscuro, te refrescaban un poco del sofocón vespertino que hacían arder las láminas del techo de la casa. Cuando te aburrías de eso, tenías la mata de ponsigué, la cual se arrancaba con cuidado desde las puntas de las ramas para evitar pincharse con sus troncos espinosos. La de guanábana era pequeña, pero productiva. Nos regalaba frutos entre junio y agosto. Y la de lechoza lo poco que daba se lo comían los abundantes pájaros con plumaje oscuro, pico alargado y ojos entre plateado y amarillo que nos acompañaban escondidos en las copas de los árboles.
Parte del espacio aéreo de mi patio estaba invadido por una mata de jobo. Era alta, recta, imponente y siempre cargada de ese fruto anhelado. En esa, los niños tenían prohibido monearse; lo hacían los mayores (los adolescentes para nuestra época). Entonces, nos tocaba esperar que cayera el "jobo del cielo", después de que agitaban sus ramas. Una vez en el suelo, o estrellado contra nuestra humanidad infantil, el jobo se comía con sal o azúcar. Tú elegías.
En la mata de mango guindamos nuestro primer aro de baloncesto. En realidad era un desvencijado rin 20 de bicicleta clavado al tronco. Con ese invento varias caimaneras jugamos mis hermanos y tíos hermanos. Para el fútbol era otra cosa: un poste de la arquería lo conformaba el tronco de la mata de ponsigué, el otro poste de la portería era una viga de metal. A falta de pelota se apilaba abundante papel periódico hasta formar un círculo, que luego se metía en una bolsa de plástico, cuyas puntas se amarraban tan fuerte como el ímpetu de un adolescente. Lo demás lo ponía la imaginación y la competitividad. La felicidad se vivía con poco.
En la tierra árida y algo polvorienta de mi patio jugábamos pichas (o metras); también en esa misma tierra se hacía un sancocho a leña los fines de semana. En ese mismo terreno del patio se enterraban botellas de vidrio llenas de ron y ponsigué, las cuales eran desenterradas en diciembre para acompañar la juerga de fin de año.
Cuando se fue la niñez y los matinés en la calle se hicieron más atractivos, el patio ya no era el mismo. Eventualmente lo frecuentábamos para recoger del tendedero la camisa que se había secado o para comernos un bocado de alguna fruta disponible. Luego, cuando fuimos creciendo y abandonando el hogar, el patio fue cercado con una pared de bloques, en cuya cima colocaron pedazos de picos de botellas partidas, tal vez para ahuyentar en vano a la delincuencia que empezaba merodear por las noches.
La mayoría de los árboles de los vecinos los cortaron, incluyendo el de jobo. Nuestra mata de mango también fue cortada desde el tallo. Sus raíces estaban levantando el piso del patio y sus numerosos mangos se pudrían abandonados en el piso, dejando una mancha negruzca insalubre, que hizo que se resbalara alguien de la familia. Sobre la mata de ponsigué no tengo claro porque fue extinguida. Dicen que vertieron aceite quemado de motor cerca de sus raíces y se marchitó hasta desaparecer. El resto de las maticas también fueron cortadas porque en el suelo echaron un piso de cemento en aras de “modernizar” el patio.
Hoy ese patio de mi infancia es un lugar sombrío e inanimado, acaso una extensión final de una casa; es un fondo donde no provoca estar mucho tiempo. Así se deben sentir los bosques cuando son talados y convertidos en selvas de concreto. Es casi la misma sensación de vivir en un piso 12 de un edificio de concreto, sin nada de naturaleza cerca. Desde la ventana, apenas puedo ver el verde del Warairarepano que nos rodea como diciéndonos que ahora el patio de la adultez es este valle de Caracas, donde un mango tengo que comprarlo, aunque nunca consiga los dudú.
Manuel Palma