La miss Celánea | Mitos sobre el embarazo

Parte I: la velocidad de un parto y el nacimiento de Lingüini García

Una de las lecciones más importantes que hay que aprender sobre el embarazo antes de estar embarazada o aun si nunca lo llegáramos a estar (como es el caso de los hombres), es que ni el embarazo ni el parto ni el trato del personal médico a las mujeres embarazadas en la vida real son como se muestran en las películas o novelas.

Hemos vivido engañados y engañadas, en desconexión de nuestros cuerpos y nuestros procesos, y con las expectativas permeadas por una cantidad absurda de mitos, cursilerías y temores que únicamente colaboran a convertir el parto y la gestación en procesos más estresantes y complicados de lo que deberían ser. El parto humanizado, por su parte, si bien es una bandera que se enarbola en Venezuela como una gran conquista, apenas se practica en algunos espacios, gracias a la voluntad de médicos, médicas y personal de enfermería comprometido con la vida buena, que no son todos.

Parir en nuestro país todavía es una lotería. Si eres una mujer en condiciones de pobreza, sola, adolescente o “pasadita de años”, las posibilidades de encontrar un ambiente amoroso, respetuoso de los tiempos y necesidades particulares de tu embarazo disminuyen. Pero esto no quiere decir que si tienes muchísimo dinero, un marido amoroso y acceso a los servicios privados de salud, no estés de cualquier modo en riesgo de ser infantilizada por el personal médico o exenta de ser sometida a procedimientos innecesarios y no consultados con los que posiblemente de haber estado informada y empoderada de tu proceso, habrías estado en completo desacuerdo.

La televisión ha colaborado en eso de instalar en el imaginario colectivo un proceso de parto en el que los protagonistas son los médicos, en lugar de la madre y su criatura, o en el que el tiempo juega en contra del sosiego maternal, pues el parto es un proceso intempestivo que inicia con un gran retorcijón de estómago que indica el momento de acostar a la madre en una camilla con las patas pa arriba, mientras un doctor (¿se han fijado que raras veces se presenta una partera mujer?) le indica a la mujer cuándo pujar, como si él supiera más que la parturienta, como si el cuerpo y su maravillosa sabiduría no tuviera suficientes herramientas para llevar a buen término un proceso natural que durante miles de años llevó a cabo sin necesidad de eso que llaman mansplaining.

Una de las sustancias más importantes para el desarrollo de un buen parto es la oxitocina. La glándula hipófisis de casi cualquier mujer embarazada tiene la capacidad de producir la suficiente oxitocina para desencadenar un buen parto natural, pero para que esto suceda la mujer debe estar relajada, tranquila, preferiblemente acompañada del padre de su hijo o de una persona de su confianza que brinde el soporte emocional necesario para hacerla sentir segura. Este acompañamiento se encuentra contemplado en nuestra legislación actual; sin embargo y salvo contadas excepciones, tanto en instituciones públicas como privadas, queda a capricho del personal médico si se permite o no esa compañía.

La soledad y toda la carga sicológica que puede tener sobre una parturienta el frío ambiente de una sala de partos le juegan en contra y esto disminuye la producción de oxitocina. Es entonces cuando entra en la escena una sustancia que muchas veces hemos escuchado mencionar en el cine y la TV: el Pitocín, oxitocina sintética que ayuda a desencadenar o hacer más intensas las contracciones, generando dos cosas: un parto muchísimo más rápido de lo que naturalmente habría ocurrido, y unos dolores más intensos de lo que naturalmente habría sentido la madre.

Como durante toda la vida vimos en la televisión que el parto es una gritería, un sangrero, y como según la Biblia, el mismísimo diosito nos mandó a parir con dolor como castigo a nuestros pecados, las mujeres agradecemos al menos el no haber muerto en el parto y nos vamos a nuestra casa desgarradas, destruidas por dentro y por fuera, dando gracias a los doctores que se felicitan unos a los otros y se alegran de haber salido de eso rapidito.

Entonces sirva este texto para contarles a ustedes algo que mis maravillosas doctoras Fanny Toro, Hanoi Yánez y Liliana Marín se han asegurado de hacerme saber durante los últimos ocho meses: futuras mamás y papás, el parto no es ni debe ser una corredera. El inicio del trabajo de parto es suave, a veces difícil de detectar por la lentitud con que ocurre, la mayoría de las veces transcurren unas cinco o siete horas antes de que una madre deba ingresar a un centro de asistencia médica para parir. Estas horas pueden pasarse en casa, en un ambiente tranquilo donde pueda darse una ducha caliente, tomar alguna merienda liviana, escuchar música, encender incienso o compartir con el futuro padre, que además tiene la oportunidad de acompañar y hacer de la experiencia del nacimiento de su hijo una más hermosa situación.

Como yo no soy médico, le sugiero consultar y contrastar esta información con la que puedan ofrecerle en el centro de salud de su elección, pero también investigue por otros medios, que los tiempos están cambiando y una nueva generación de médicos comprometidos con recuperar el parto como un proceso biológico natural y propio de las mujeres se está abriendo paso.

 

***

 

Reflexionaba sobre todo lo anterior, sentada frente a Pablo, el padre de mi hija, en una mesa del conocido Real Past de Las Mercedes, hace poco. Un delicioso plato de lingüinis de espinaca bañados en salsa rica se encontraba frente a mí desde hacía largos minutos sin que pudiera darle más de tres bocados, pues me atacaba una de las conocidas contracciones de Braxton Hicks (un tipo de falsa contracción que ocurre en el cuerpo los últimos meses del embarazo, y que tienen como función ir preparando al organismo para el momento del alumbramiento).

No era aquello un estado doloroso, pero sí muy incómodo. Mi panzota, que no es tan grande, se sentía inmensa, durísima y pesada en ese momento. Pablo me hablaba y yo lo veía mover los labios sin casi poder escuchar, su voz se perdía entre las del resto de las personas que estaban en el lugar y me era imposible concentrarme en cualquier cosa que no fueran las propias sensaciones de mi cuerpo. De pronto me di cuenta de que me estaba costando mucho trabajo respirar. La necesidad de desahogarme físicamente de algún modo me hizo pensar en la posibilidad de ir a orinar, aunque no tenía ganas. Tomé unas servilletas, solté un precario “ya vengo” y como pude, pataruca, caminando como un pingüino caído a patadas, me dirigí hacia el baño del restaurante.

Una vez logrado el cometido, sentí una leve mejoría en mis sensaciones corporales; sin embargo, la barriga seguía tensa, durísima. Me dispuse a lavarme las manos y ahí fue cuando me sobrevino una punzada en el vientre que duró muy poquito, pero que hizo pasar frente a mis ojos la película más desopilante, vertiginosa, improbable y sorpresiva que jamás haya visto: pariría en ese momento, tres pujaditas y ¡zaz!, carajita pa fuera. Con la niñita en mis manos y el suelo todo lleno de líquido amniótico, sangre y hasta caca, tendría que gritar para que alguien descubriera lo que estaba pasando y le avisara a Pablo que subiera a ayudarme.

La prensa de toda la ciudad se enteraría de lo ocurrido y mi hija se convertiría en la anécdota del mes. Los titulares relatarían en letras escandalosas: “Los detalles de la historia de Lingüini García Rengifo, la niña que nació en un baño del Real Past”.

 

Malú Rengifo


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