Punto y seguimos | Pensar críticamente en la alimentación

Cambiar la forma de comer es plantársele al capitalismo

03/01/2024.- Cada vez que empieza un nuevo año, y a propósito de los resultados visibles de la parranda de excesos que nos permitimos en diciembre, juramos iniciar dietas, hacer más ejercicios o dedicarnos a "comer sano". Sin embargo, el asunto no es tan fácil y no se reduce a la simple voluntad de mejorar la salud o el aspecto físico. En este tiempo que nos toca vivir, la alimentación es un campo de batalla no solo por las dificultades económicas propias del país o de la región, sino por el entramado del sistema político económico mundial, que puso a los alimentos a la par de cualquier otra mercancía, como productos estrella en el libre mercado. Así, han permitido que las trasnacionales coparan —sin ninguna restricción legal o moral— la producción y distribución de alimentos a nivel planetario.

En el momento en que la ciencia se puso al servicio del mercado —refiriéndonos solo a los productos alimenticios— y aparecieron avances que nos llevaron a alterar semillas, modificar genéticamente animales y cultivos, utilizar químicos nocivos para la salud como conservantes, bases de productos baratos y masivos —como los aceites de vegetales oleaginosos, por ejemplo—, o el uso indiscriminado de azúcar refinada en casi toda la oferta de alimentos y bebidas de producción industrial, la alimentación se convirtió en el negocio de los negocios. Las aparentes facilidades que aportaban a la vida moderna la existencia de alimentos de fácil preparación y sabores adictivos relegaron la relación comida-salud a un lugar alejado del instinto de supervivencia.

Las cifras de problemas de salud vinculados a la alimentación son escalofriantes. La Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró la obesidad una pandemia en el año 2014, en vista de que la población mundial con obesidad se triplicó en los últimos 45 años, con una afectación clave en las infancias. Según la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (conocida como FAO), en 2019, 650 millones de personas mayores a 18 años y 41 millones de infantes padecían obesidad. La cifra aumenta de manera escandalosa en los países en desarrollo, en los que hace 40 años la obesidad era estadísticamente irrelevante.

El documental australiano Globesidad, del año 2012, da cuenta de cómo la globalización exportó los problemas vinculados al consumo de azúcares y grasas saturadas a los mercados de esos países en los cuales se reportan sus mayores ganancias. Empresas como Nestlé, Kellog's, Coca Cola, Pepsi Cola y otras se han infiltrado en la producción y distribución de alimentos en naciones con fuerte cultura gastronómica propia, como México, que hoy ostenta el récord de obesidad y diabetes tipo 2 per cápita en el mundo, así como de ingesta de gaseosas, con un promedio de litro y medio al día por persona. China, India, Brasil y casi toda América Latina han visto cambiadas sus formas de consumo y preparación de alimentos, desarrollando gustos por la comida chatarra, de sabor atrayente y de bajo costo.

Venezuela no escapa a esta realidad. El incremento de enfermedades cardiovasculares (primera causa de muerte en el país) va de la mano de la alimentación y el sedentarismo. Sin ir muy lejos, nuestro plato tradicional, la arepa, dejó de elaborarse con maíz orgánico pilado y ahora se consume en forma de harina prefabricada. Ni hablar del aumento en el consumo de gaseosas, y de aceites y harinas que —en el caso de las importadas— son hechos con semillas transgénicas de cultivos tan importantes como la soja, el arroz o el trigo.

Dejar de lado los productos alimenticios procesados es una tarea titánica, pues el mercado nos cierra con su oferta barata y de fácil preparación; sin embargo, cambiar la forma de comer es clave para sobrevivir y tener una mejor calidad de vida. Elegir productos de agricultura y ganadería locales es importante, así como lo es el esfuerzo de comenzar a mirar los alimentos de forma crítica, con conciencia del daño a la salud a mediano y largo plazo. Hay que hacer de tripas corazón y rechazar la ingesta diaria de azúcar refinado para entrarles sin miedo a los vegetales, frutas y hortalizas. Ante la falta de políticas públicas y educativas en este sentido, toca empezar por casa y enseñar a los más pequeños. No será suficiente, pero la alternativa —que es enfermarse— es mucho más cara.

 

Mariel Carrillo García


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