Psicosoma | SOS familiar   

Debemos repensar todo y poner la familia en primer orden 

La familia terrenal navega en la misma barca y cada quien reconstruye sus vientos favorables con diferentes creencias. Algo se comprendió en los casi dos años de reclusión –las madres y padres en terapia– al dar valor a la compañía y cuido de la prole. Concienzar el tiempo vivo, la ternura, reciprocidad, compartir miedos y esperanzas nos fortalecen, porque cada miembro en confianza puede “solicitar” cómo le perciben sus hijos y viceversa –los procesos de autopercepción e interpercepción varían en diferentes etapas.

En una especie de arqueología psíquica, registramos improntas de la primera infancia –primeros siete años– que marcan y trauman, y “a mayor dependencia tendremos más niños seguros con mejor autopercepción e identidad” (psicóloga Alicia Gallegos de Lozada).

La retroalimentación es continua con familias presentes, que ayuden a desmontar las “grandes verdades”, confusiones, que a tiempo sería preventivo. Traumas de adultos, respuestas exageradas hacen del morir o nacer un evento supramega. Tan sencillo es para los niños hablar de enfermedades y muertes; un niño de cinco años cuenta el desaparecer “como mi gatico, que se perdió” o una niña que ve morir al abuelo altísimo y no comprende como lo metieron en una caja chiquita –donde reposan las cenizas.

El compartir sus inquietudes retroalimentan diálogos en sana paz, tranquilidad, curiosidad y generan en las madres y padres equilibrio, armonía, felicidad, luz en el servir actual. De esa forma, quizás la prevención acortaría la ansiedad, la soledad, la depresión, la irritabilidad, la violencia, los trastornos alimenticios de anorexia y bulimia.

Centrar la atención en las familias es de emergencia para los gobiernos. ¿Qué sucede cuando ambos representantes dejan el cuido a los aparatos tecnológicos o los niños “buscan” sus alimentos por otras vías?, ¿qué sucede cuando en hordas migrantes van en busca del “sueño americano”?

En este septiembre, cientos de compatriotas están de tránsito por Costa Rica (vienen “huyendo” de gobiernos izquierdistas, de Colombia, Perú, Chile) y manifiestan que Biden creó leyes protectoras.

Al entrevistar, no comprenden las profundas marcas que imprimen en su familia mendicante, muchos muestran llagas en los brazos, piernas, para juntar dinero y cruzar Nicaragua; conmueve ver a las criaturas –menores de dos años– balbucear “ayuya”, mientras tanto las niñas juegan con Barbies y comen las infaltables “cajita feliz”, dixit: “Familia feliz’’ (aquí somos cuna de la comida chatarra), jóvenes preñadas con el maruto fuera se tienden en las aceras; todos manifiestan estar de paso: “No queremos estar en albergues y preferimos pagar un hotelito y  aquí nos traen comidas frescas –la que nos gusta–”. “La selva del Darién es atrinca, pero los venezolanos nos cuidamos; pobres los haitianos y africanos que los matan, porque los engañan y no hablan castellano”. “Yo ayudé a mujeres y a una niña que se estaba ahogando en el río –soy de Cabimas y mi esposo de Caracas–“. “Yo de Barquisimeto y la Virgen de la Candelaria me salvó, y quiero que escriba eso”. “No llovió una semana en la selva y eso es un milagro y, al estar en Panamá, un palo de agua se llevó dos lanchas”.

Es cierto que los niños y niñas se sienten más seguros con sus representantes, pero ¿hasta qué punto pueden arriesgar sus vidas?, ¿el amor les permite generar traumas de por vida? También existe la paradoja terrible de otro cuadro, cuando viven “juntos”, pero ni los ven crecer, se matan para redondear las arepas, se enfocan en el “vil dinero”, “ver que te quiero verde”, pasan de un medio a otro y ayudan en las interacciones sociales a cosificar. ¿Cuáles son las perspectivas de estas familias en las políticas sociales?  Debemos repensar todo, con acciones, y poner la familia en primer orden. 

 

Ana Anka


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