Letra fría | Un invierno en Nueva York. Parte IV

19/01/2024.- Antes de continuar, debo decir que William Camacaro se salvó, y si tenía 27, ya debe tener 57, y sigue bien vivo y exitoso, tanto profesionalmente como con las mujeres, porque se la pasa rodeado de muchachas bonitas el condenado. Él sí me había dicho que había una esperanza con un tratamiento experimental al que estaba aplicando y no solo que fue seleccionado, sino que se casó con la doctora que lo salvó. Eso me lo contó, por lo menos, quince años más tarde, en una rumbita decembrina en Radio Nacional, que apoyé con la ayuda de mi querido amigo difunto Francisco Magallanes, con rones de Santa Teresa. ¡Imagínense, eran tiempos de Helena Salcedo en la presidencia! El cuento es que llegó allí y conocía a medio mundo, pero ya yo sabía de su vida porque lo había visto muy movido con Chávez en el Bronx, en su papel de líder de los círculos bolivarianos en Nueva York.

Volviendo al bar de meretrices de la 42, un rolo de burdel con más de cien mujeres, todas lindas ellas, parecía de película. Cuando vine a ver estábamos sentados en la barra y Camacaro, en los brazos de una bella negra, robusta ella, digamos mulata para no herir susceptibilidades. Lo acunaba, como si fuera un bebé querido, y él, como un pachá, muerto de risa con una cerveza en la mano. A mí me tocó una hermosísima flaca argentina, muy alta… no digamos que me tocó, mejor digamos que comenzó a rondarme, porque iba y venía. Le encantaron mis manos por lo suaves, decía, mientras las sobaba con mucho cariño. Para no enredar la vaina, le dije que yo no tenía dinero y que no perdiera su tiempo conmigo, pero eso, como si no fuera con ella. Me llegaba por la espalda, me tapaba los ojos con sus manos y apretaba mi cabeza a su cuerpo y la restregaba en su cintura. Muy sensual la carajita. Olía buenísimo, a un divino perfume que no logré identificar. Modestia aparte, yo levantaba muchísimo en esa época, ahora es que no cojo ni resfriados, je, je.

Para hacer el cuento corto, la flaca no se amilanó ante mi esquiva pobreza y siguió con sus encantos. Lo de las manos era impresionante: se las pasaba por las piernas, por el pecho, por los brazos y yo, textualmente, encantado de la vida, pero con un miedo terrible. Por esos años estaba el sida en pleno apogeo, pero pensaba que por coqueteos no se pega esa vaina. Así las cosas, en una de esas, vino a ofrecerme su servicio de go-go, girl, un baile erótico, semidesnuda y en privado, pero sin derecho a tocar, que no hubiese sido el caso, porque ella no andaba jugando carrito. Insistí en que no tenía dinero, pero ella, "pa'lante como el elefante", que no me cobraría, y yo todo cagado. Le salí con el cuento de que eso era muy triste, lo de ver y no tocar, porque siempre hay unos gorilones, por si un borracho se traga la luz. A todas estas, ya yo estaba embelesado con aquella muchacha de cuerpazo monumental, el propio cuerpo de diosa que envidian las mujeres cuando la ven pasar. La carajita seguía con su insistencia de amor y yo bajando la guardia y con los ánimos elevados, hasta que llegó la última embestida en romance: ¡me invitó a hacer el amor! Más halagado, imposible. Aquel mujerón de lindura fuera de serie, ¡se me estaba ofreciendo gratis! En ese preciso instante, pensé: "¡Al carajo los enfermos!", y solo me vino a la mente mi grito de guerra, copiado de Macbeth: "Sopla, viento. Ven, destrucción. ¡Moriremos al menos!".

La mirada del enano William fue de propio terror cuando me vio levantarme decidido. La carajita se colgó de mi brazo muy sonreída y quizás pensando: "Este poeta no se me va a salvar", y yo caminando como quien va al patíbulo, pensando cualquier cantidad de vainas, hasta que me dije: "No joda, moriré de sida", pero en el paso número 14 no sé cómo me sobrevino un ataque de pánico. Solo pude balbucear: "Lo siento, muchacha bella, pero no puedo".

Como pude, llegué a la barra y le dije a Camacaro: "¡Poeta, nos vamos o, bueno, si quieres, te quedas, pero yo me voy antes que se riegue mi fama de pargo por lo que acabo de hacer!". Ja, ja, ja. ¡Y cogimos calle!

 

Humberto Márquez 


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