Micromentarios | Los pajarracos del señor Sequera

06/02/2024.- Pocas cosas me complacen tanto como ver volar aves por el vecindario.

No porque crea que sus desplazamientos son sinónimos de libertad —los etólogos han demostrado que los mismos se realizan dentro de límites precisos—, sino porque los asocio con los vaivenes del espíritu. Tales vaivenes están siempre limitados por la sociedad y nuestra idiosincrasia, es decir, nos movemos también dentro de fronteras específicas. Pero, al igual que las aves, tenemos la posibilidad de volar alto o bajo, a izquierda o derecha, según nuestras expectativas, anhelos y capacidades.

También disfruto de las peculiaridades de cada volador. En los salientes del edificio donde vivimos, habitan vencejos, esos pequeños parientes de las golondrinas que parecen vestir siempre trajes de gala.

La mayoría se comporta como uno espera que lo hagan esos portentos alados, pero unos pocos lo hacen a su aire; por cierto, nunca mejor usado este lugar común… Hay, por ejemplo, un vencejo al que le gusta volar bajo la lluvia. Tan pronto caen las primeras gotas, abandona su refugio y se eleva cuanto puede. De improviso, se lanza a planear hasta que las alas se le enchumban.

Lo he visto hacer piruetas de aviador de espectáculo y sostenerse varios segundos en el aire, en la cumbre de una corriente de aire, mientras las gotas se deslizan sobre sus plumas, como una cascada horizontal.

Otro cabalga sobre las dos corrientes que pasan por el frente y el lateral izquierdo del edificio, tomando una y luego la otra con la precisión circense de un trapecista. Este sube como a bordo de un cohete y luego se precipita a tierra a la misma velocidad, elevándose cuando estrellarse parece inminente e inevitable.

Un tercero o tercera (ignoro su género) gusta de abalanzarse sobre quienes estamos asomados al balcón grande del apartamento, hasta casi colisionar con nuestros ojos. En el último momento, cuando uno inicia una acción evasiva, él o ella se eleva o se mueve hacia su izquierda y pasa a nuestro lado emitiendo su "chuic", a manera de saludo o risa cómplice.

Hasta hace unos meses, hubo un cuarto al que llamé Ocho, porque hacía la figura de este número, envolviendo con su vuelo a nuestro edificio y a alguno de los dos contiguos. Varias veces me asombró su control en el aire al girar en cada una de las esquinas de las construcciones.

Amo profundamente a estas aves y me he enfrentado a vecinos para quienes ellas son solo molestas presencias que ensucian las paredes bajo sus nidos. Esos vecinos, cuando hablan conmigo y se refieren a ellas, las llaman "sus (mis) pájaros" y, en mi ausencia, "los pajarracos del señor Sequera", creyendo que con ello nos insultan.

Considero un privilegio, un hermoso privilegio, que estas bellísimas criaturas acepten compartir su espacio vital con mi esposa y conmigo.

 

Armando José Sequera 


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