Tinte polisémico | Pasión futbolística

09/02/2024.- Día 5 de febrero. El escenario es el Estadio Olímpico Brígido Iriarte, en la urbanización El Paraíso, del municipio Libertador de la ciudad de Caracas. Viene perdiendo la selección Sub 23 de Venezuela frente a la selección de Argentina con marcador de 2 goles a 1, con motivo de la clasificación para los Juegos Olímpicos de 2024. Transcurren los últimos minutos del tiempo reglamentario para la culminación del encuentro, que sería indicado por el doble pitazo del árbitro principal, quien constantemente chequea su cronómetro. Por su parte, los asistentes al partido también miramos con recurrencia el reloj de la enorme pizarra electrónica.

La tensión se ha apoderado de todos y cada uno de los asistentes. Ha habido autogoles, expulsiones, faltas y amonestaciones para ambos bandos. Por una entrada estratégica, penetran a la cancha, caminan en fila los efectivos de los cuerpos de seguridad y conforman un perímetro alrededor de todo el engramado al dar cada agente sus espaldas al partido en desarrollo y sus frentes a los diferentes sectores de las gradas. Así constituyen las previsiones de seguridad y táctica para disuadir a la multitud de cualquier acción violenta, como lanzarse a la cancha en señal de manifestación de revancha o descontento frente al desarrollo de las acciones del partido.

Han protagonizado los jugadores una enérgica y encarnizada refriega. Casi todos muestran signos de estar exhaustos, desgastados por el choque y las intensas y constantes carreras, así como las maniobras e intentos de ataque y defensa. Se han confrontado dos estilos: el juego "apache" argentino y la entrega por parte de la selección "vinotinto" venezolana en la búsqueda del respeto, la personalidad y su lugar en el escenario futbolístico, frente al conjunto de una nación con tradición olímpica y mundialista en la especialidad, curtida en el oficio y de trayectoria reconocida en el balompié global actual.

Se recarga el escenario por los enardecidos fanáticos y seguidores que entonan los cánticos para alentar la búsqueda de ese gol, que se traduciría en cierta y contradictoria tranquilidad, y en la gran satisfacción por lograr un empate con sabor y connotación de triunfo.

Como en todos los deportes, no hay un vencedor oficial hasta que reglamentariamente culminen los encuentros. Ataca con determinación la selección venezolana y en plena área del arco de Argentina, producto de los intercambios de patadas y la férrea marcación entre los gladiadores, cae un jugador venezolano a la grama por fuerte contacto en la cara, producto de la acción defensiva.

Suspenso total en el ambiente, transcurren los segundos —la ansiedad embarga a todos los presentes— y se transforman en una eternidad. Esperamos todos la decisión y la sentencia. El árbitro hace sus consultas mientras se aprecia que un jugador de la Vinotinto, moviendo con fuerza sus brazos, se dirige y anima al público en las gradas, alentando para que se cobre la pena máxima. Entonces, mágicamente, indica el juez principal que hubo falta y se procederá al cobro de la infracción con la ejecución del tiro libre a la portería, señalando, como es costumbre, el punto del campo destinado a tales efectos. Evitará ahora solo el guardameta la anotación y, de forma refleja, se ponen de pie todos los espectadores de las tribunas. Se escuchan entonces los gritos en coros repetitivos y ensordecedores: "Penalti… penalti… penalti…".

Cobra un jugador zurdo, con potencia y decisión. Imprime al balón la velocidad de un misil. El tiro es rastrero, ceñido al ángulo, muy cerca del palo, impecablemente ejecutado con la técnica que se corresponde al cobro de la pena máxima. El arquero, a pesar de su esfuerzo y extensión corporal, no puede alcanzarlo. La pelota se aloja en el fondo de la malla. Ahora ocurre el momento del éxtasis, de la pasión del fútbol, su clímax, con el grito al unísono, colectivo, de “gol”. Es el empate, pero tiene plena connotación y alcance de victoria, en virtud de la categoría del rival y los pronósticos de los expertos.

Todos saltamos, gritamos y aplaudimos. Son tales los niveles de exaltación que, aun sin conocernos los allí presentes, nos abrazamos y saludamos, estrechamos nuestras manos al felicitarnos mutuamente. Somos hinchas. Nos ha atrapado la globalización e internacionalización del fútbol como deporte y negocio: nuestras emociones y sentido de nación y territorialidad junto con nuestra herencia antropológica del combate tribal han sido objeto de la mercadotecnia que gira en torno al soccer como actividad planetaria.

 

Héctor Eduardo Aponte Díaz

tintepolisemicohead@gmail.com


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