Letra fría | El adiós a Fairleigh Dickinson University

09/02/2024.- El viaje a Boston terminó sin mayores acontecimientos. Al tercer día desayunamos en el hotel y partimos rumbo a Nueva Jersey, no sin antes pasar por Newport, un pintoresco pueblo del estado de Rhode Island, para ver las mansiones de la época fastuosa de los Vanderbilt y los Astor. Newport fue el sitio de veraneo de los millonarios de Nueva York en el siglo XIX y las imponentes mansiones son parecidas a los palacios de Luis XVI.

Finalmente, llegamos a la residencia a las nueve de la noche, directo a dormir porque llegué bastante cansado. A partir del día siguiente, tuve clases y los exámenes de fin de curso, que ocurrieron esa semana. El 6 de enero fue el final y salí bastante bien: 91 en laboratorio, 100 en conversación y 100 en composición, con estrella dorada incluida y felicitaciones del teacher John Egan. De pana que me la puso "bombita": el ejercicio fue escribir una carta a mi mejor amigo, y yo se la escribí a mi jefa de entonces en Mavesa —y comadre—, Carmen Elena Maciá, quien sigue siendo mi mejor "amigo".

Ese mismo 6 de enero por la noche nos reunimos en mi cuarto con los miembros de la pandilla latina, que ya habían ido regresando de sus casas. Los primeros en llegar fueron los argentinos Andrés Pacheco y Gabriel, muy buenos amigos —rareza en mí que no soporto la farfullería argentina—, y después apareció Julieta con su tailandés. Más tarde, Juliana, una bella brasilera de diecisiete años, y con ella mi vecino André Marcheto —brasilero también—, con su guitarra, y se armó una parrandita sabrosa con todos cantando en inglés. Hasta las dos de la mañana duró lo que pareció ser una despedida.

El 7 de enero, la idea era ir a clases hasta las 2:30 porque era el último día. Me fui a "comer chino" porque la cafetería estaba infame, y tal vez me tomé una cerveza, porque me dio un sueñito inesperado, pero ya a golpe de cinco iba rumbo a Manhattan con la idea de despedirme del Mambo Grill y ver al Gato Barbieri en la Blue Note. Sin embargo, se me ocurrió llamar a Rolandito y me convenció de irme a su casa, donde iban a estar unos venezolanos, e iríamos a lo del Gato después. Allá fui rapidito en subway —primera y única vez que lo utilicé en ese mes— y al llegar volví a ver a William Camacaro con Rolando, que le organizó un concierto profondos para la operación, la semana siguiente en el Nuyorican Poets Cafe. Conocí a Juan Carlos, un joven profesional de cine y TV que trabajó con Javier Vidal y José Simón Escalona en el Grupo Theja, y a Marcos, su hermano, que vivía en Nueva York desde hacía algunos años.

Allí nos caímos a tragos y me convencieron de que lo del Gato Barbieri era chimbín, que ya no era el mismo de antes, y que para Juan Carlos estaba medio ladilloso. Conversandito, me bajé media botella de aguardiente Cristal —que me cayó muy bien por lo digestivo—, en una gratificante tertulia sobre salsa, de la que todos eran muy versados, pero me puse sabrosito fue cuando apareció un disco de El Trabuco Venezolano, al cual yo le escribí un texto en la carátula en 1984.

Así dieron las tres de la madrugada y a las cuatro ya estaba en mi cuarto, sin sueño. Me puse a hacer maletas hasta las ocho de la mañana, porque ya al día siguiente saldría el avión para Miami, donde me encontraría con Dilcia, mi esposa, que habría volado desde Caracas. El problema fue que me tardé un día más por las nevadas y pasé una noche en el aeropuerto de Newark.

Así terminó aquel sabroso mes estudiantil a los cuarenta, cuando incluso tuve que lavar mi ropa en unas máquinas que había en el pasillo. Por ahí quedó un cuento con Cristian Palmisano en un concierto de Palmieri, en Sobs, que fue otra sabrosa aventura. Eso será para la semana que viene, dependiendo de que se atraviese otra aventura, porque ahora mismo estoy en Bogotá.

 

Humberto Márquez


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