Micromentarios | Vulgarcito y la coprolalia

20/02/2024.- En nuestros días, el lenguaje de los jóvenes y el de muchos niños se caracteriza por el empleo de lo que antes llamábamos groserías.

La mayoría de ellos —niños y niñas— apelan a tales expresiones para ser aceptados por sus pares en el medio donde se desenvuelven. También por comodidad. Las vulgaridades actúan como muletillas que sirven para múltiples usos cotidianos.

A la par, las asumen como una forma de rebeldía contra los padres y la sociedad, incluso en aquellos casos en que sus ascendientes también utilizan numerosas obscenidades en sus conversaciones.

Tras esta agresión continua al idioma, hay fuerzas nacionales y externas, a las que conviene política y económicamente que las personas en formación pierdan contacto con su lengua original, por considerarla inútil y obsoleta. Ello con miras a que, aparte de los términos altisonantes, adopten vocablos —principalmente, del inglés— y asuman como propia el habla de quienes tratan de someterlos.

No hay que olvidar que el idioma es un elemento esencial de la idiosincrasia.

En cuanto a las insolencias, son cada vez más frecuentes los casos en los que el empleo excesivo de estas, más el uso de términos en inglés —incluidas las groserías en esa lengua—, alcanzan el nivel del trastorno psicológico conocido como coprolalia: la tendencia patológica a proferir obscenidades.

Pido disculpas por el lenguaje del resto del artículo, pues quiero referir un caso del que fui testigo.

Tuve un compañero de estudios en bachillerato cuyas características básicas eran su baja estatura y un vocabulario desaforadamente soez. Su habla cotidiana estaba compuesta por escasísimas palabras. Un diálogo con él incluía fragmentos como:

—¡Ese carajo es una vaina! ¡Si me echa otra vaina, lo voy a envainar!

—¡Coño de la madre! ¡Al próximo coño de madre que vea, le voy a partir el coño de su madre!

—¡A mí, el que me jode, lo jodo!

—¡A ese gran carajo lo que provoca es caerle a carajazos y mandarlo al carajo!

A nuestras compañeras las llamaba, invariablemente, putas, y a todos los varones, maricos.

—No sé qué le ve esa puta a ese marico… —dijo un día, al advertir que una chica muy linda había tomado como novio a nuestro segundo compañero más feo.

Varias veces le llamaron la atención, cuando no lo expulsaron de clases, por expresiones como esta:

—Mira, putica, ¿me prestas un sacapuntas?

O para preguntar qué había dicho o dictado alguna profesora:

—¡Hey, marico, ¿qué fue lo que dijo la puta esa?

Una de nuestras compañeras lo bautizó, con absoluta precisión, como Vulgarcito. El nombre caló, pues, más adelante, supe de otros enfermos de coprolalia que, en otras ciudades del país, recibieron el mismo apelativo.

Un día nos enteramos de que su problema era hereditario. Citaron al padre para informarle sobre la razón por la que expulsaron a su hijo del liceo durante una semana, tras llamar "puta de mierda" a la directora.

El padre escuchó cuanto le decían y comentó:

—¡Ya ese mariquito me tiene harto! ¡Y cuando no es él el que se hunde en la mierda, es la putica de su hermana!

 

Armando José Sequera


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