Historia viva | Ernesto Jaramillo Silva, el caballo repelero

21/02/2024.- Conocí a Ernesto Jaramillo, primero, como asador en Pariaguán, en los lomos del río Unare originario, donde están sus nacientes, el año 2003. Calzaba aquel campesino unareño un sombrero borsalino ladeado, al mejor estilo de los llaneros viejos de los años cincuenta del siglo XX. Luego, como familia, siempre necesitado de ayuda, como muchos campesinos, a los que no les alcanza el sudor de su trabajo para pagar deudas y honrar compromisos en el cumplimiento de sus deberes como padre.

Sin embargo, nunca hablaba de sus dolores; siempre estaba en modo entusiasta. Se puede decir que tenía el espíritu de un sabanero que lidió desde muy pequeño con la bravura de los vacunos de tiempos idos, cuando el ganado era montaraz y no había tiempo para tristezas, por más que la soledad fuera su cobija para arroparse en las noches de menguante o creciente, en invierno, o en verano, cuando tenía que irse a la distancia laboral.

Cuando en sus últimas horas se sintió mal —"desganao", como dicen los pobres de allá y de acá—, lo llevaron al médico y con una breve diagnosis lo mandaron de vuelta a casa. Acostado en el chinchorro, le dijo a su nieta: "Ahora sí como que me voy a morir". Minutos después, en silencio, se quedó sin pensar.

Ese acto de resignación consciente es la muestra de quien acepta con serenidad su condición. Así fue siempre. Estaba herido de tristeza desde la despedida de su eterna compañera Santa, la esposa, con quien vivió como si fuera aquella muchacha que le acariciaba de recuerdos juveniles sus sesenta años de acompañamiento, y a quien le dedicó las canciones que tarareaba incansablemente.

Alguna vez lo vi encontrarse con su viejo jefe y eterno amigo don Pedro Natera. Fue un encuentro proverbial porque, a pesar de que don Pedro no podía hablar a causa de un accidente cardiovascular, su mirada lacrimosa de alegría lo decía todo. Era una síntesis de felicidad que Ernesto resumía con breves palabras que traducían una historia de jornadas sabaneras antañas. El abrazo entrañable de aquellos dos viejos llaneros iluminaba el alma de los dos amigos. No puedo describir con palabras ese momento memorable cuando Mauricio Natera y yo presenciamos, con los ojos aguados de emoción, ese instante sagrado de respeto y hermandad afectiva.

Por los lados de San Francisco, entrando por Guárico Sur en la carretera hacia Santa María de Ipire, donde todavía se ordeñaba con coplas a las vacas paridas en forma de versos adivinados, vi a Ernesto Jaramillo lidiar con los becerros y un "puñito de ganado" que lo entretenía en tierras que fueron de don Marcos Figuera. Antes había trabajado con los Rescanier junto a su padre y sus hermanos, con los Natera y con los Núñez, que lo buscaban porque él sabía del trabajo de la sabana.

En sus últimos tiempos, antes de regresar definitivamente al sitio del fundo El Serrucho —en las primeras quebradas nacientes del río Unare, en la Verdosa cerca del Pariaguán rural, donde vivió al lado de su padre don Rito Jaramillo y su madre doña Carmelina Silva, dos troncos familiares que regaron de hijas e hijos, nietos y bisnietos, esa tierra—, de vez en cuando volvía del pueblo con sus cantos lastimeros a recordar a Santa y a sus travesías llaneras, bien en la montura de su caballo Repelero, bien en el mejor de sus alazanes.

Ernesto era un romancero a su manera. Siendo un peón sabanero tenía las destrezas y la sabiduría del trabajo en el campo con animales que él mismo domaba y amaba, con el sentido originario del que habla el lenguaje de la tierra, con un conocimiento que pocos reconocen como epistemológicos, de una cultura que aún guarda el llano recóndito donde no han llegado los "wachis-wachis" del american way of life.

Hace algún tiempo, Luis Brito García escribió:

Somos aquello en lo que creemos. Creemos en una compleja amalgama de mitos aborígenes, africanos y europeos en apretado sincretismo (…) Venezuela profesaba muy diversas religiones, cada una con su mito creacional y su panteón de divinidades propias. Todas eran politeístas, animistas, tendientes a explicar fenómenos naturales como los cambios del clima o la enfermedad mediante causas sobrenaturales. Todas compendiaban sus creencias en la narrativa del mito, la cual comprendía a su vez la cosmogonía, la historia, la ética, la ciencia, el derecho y la estética de cada comunidad.

Este llanero llamado Ernesto Jaramillo fue una síntesis original de lo que ha escrito el notable intelectual venezolano.

Así era Jaramillo Silva, así es Venezuela, la original, la que busca las maneras y faramallas para ocultar sus esencias y no ser contaminada con extrañas maneras. Afortunadamente, todavía la mayoría está viva, habitando este territorio y paisaje humano noble que Bolívar con orgullo honró.

 

Aldemaro Barrios Romero


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